No puedo dar del todo la razón a Félix Grande, cuando escribió aquello de «Donde fuiste feliz alguna vez / no debieras volver jamás…», pero sí al Proust que descubrió que un determinado sabor, unos olores, una visión inesperada y momentánea, pueden recuperar un tiempo que se creyó perdido. Estuve dos décadas sin pasar por Lastres porque las circunstancias me alejaron de allí y porque siempre tuve algo de miedo a que el retorno constituyera el camino más corto hacia la decepción. Nadie podía garantizarme que las cosas hubiesen permanecido inalteradas en mi ausencia; al contrario, era lógico pensar que tras ese periodo todo hubiera cambiado lo suficiente como para que entre mi recuerdo y la realidad se abriese un abismo insalvable. Tuvo que darse una ocasión tangencial (la visita de unos amigos lejanos, sus ganas de conocer paisajes alejados de los tópicos, el tedio de una jornada de invierno fría y desapacible) para que, finalmente y un poco contra mi voluntad, terminara pisando otra vez aquellas callejuelas que un día había llegado a conocer tan bien, recorriendo el puerto pesquero cuyas dársenas me vieron aprender a montar en bicicleta, recuperando rostros que creí extraviados para siempre y enfrentándome de nuevo a un mar que una vez fue el mismo de todos los veranos y que se había convertido en una reminiscencia remota en la que mucho temí que la memoria hubiese tejido una de sus trampas, urdiendo un ideal a mi medida en el que lo visto y lo imaginado obraran en términos idénticos.
Y sin embargo, todo era verdad. Como aquellas ítacas de las que hablaba Cavafis en su hermosísimo poema, Lastres continúa siendo ese lugar en el que el mar se aparece de improviso al borde de la carretera, como una promesa de inmensidad y de infinito enlazada al acantilado por el que las casas dan la impresión de despeñarse en busca de su destino. No ha cambiado el pueblo, sino yo, pero aún soy capaz de rescatar parte de la fascinación que tantos años atrás me produjeron sus laberínticos recovecos empedrados, la imponente silueta de la torre del reloj marcando el compás de las mareas, los espectrales palacios abandonados tras cuyas puertas se intuían esplendorosas salas propicias a los juegos y las ensoñaciones. Siguen allí el bar de Ulises –cómo no iba a tener esta Ítaca su Ulises–, con los mejores chipirones que he podido comer nunca, y el restaurante de Eutimio, cuya cocina ha ido escalando generaciones sin abandonar la fidelidad a sus principios ni descuidar el tacto que impregna todas sus recetas; también permanece en pie, a salvo de galernas y temporales, la ermita de San Roque, desde cuyo ábside puede contemplarse uno de los paisajes más hermosos que se abrirán jamás ante los ojos de los hombres. Hace algún tiempo, una serie de televisión dio fama al pueblo y durante muchos meses sus calles se vieron invadidas por hordas de turistas, multitudes anónimas y apresuradas que buscaban la foto fácil y la anécdota pintoresca. Hoy, todo aquello ha remitido y Lastres ha vuelto a ser ese lugar donde las horas se suspenden y las necedades del mundo, tan lejanas y ajenas, llegan a parecer tolerables. A primera hora de la mañana, si uno ha podido encaramarse a lo más alto del pueblo y es capaz de adoptar la perspectiva adecuada, no es difícil imaginar el estupor que debía de provocar en los primeros moradores de aquellas tierras la contemplación del horizonte, esa línea de fuga eterna y circular hacia la que se orientaban sus anhelos, ni el agradecimiento que debieron de sentir hacia quien quiera que hubiese puesto allí aquel espectáculo grandioso sólo para que ellos tuviesen la ocasión de verlo; para que pudiesen disfrutar, durante el resto de sus vidas, del enorme privilegio que supone recordarlo.