Mezquita

Hace bastantes años, visité una pequeña iglesia en cuya sacristía se había dispuesto una mínima galería de retratos cuyas imágenes inmortalizaban a algunos de los sacerdotes que habían servido en la parroquia. Recuerdo que, entre todos ellos, había cuatro fallecidos en la guerra civil, y que el redactor de los escuetos textos que acompañaban a las fotografías había querido imponer una determinada jerarquía para matizar su recuerdo: mientras consideraba a tres de ellos «mártires» de la contienda, especificaba que el cuarto había sido, simplemente, «asesinado». La justificación de la diferencia estaba clara. Los primeros se habían adherido a la causa que las instancias eclesiales consideraban la correcta, pero el último había encontrado más justas las razones de sus oponentes. Su muerte tenía, pues, un menor rango, o era menos lamentable, o no reunía los suficientes méritos para hacerse acreedora de los galones que debe llevar aparejados una buena defensa doctrinaria de la fe.

No tiene nada que ver, pero he recordado ese episodio al leer lo que se escribe estos días en torno a la mezquita de Córdoba porque, al fin y al cabo, no deja de ser una muestra más de la persistencia de la Iglesia en esa vieja perversión que consiste en camuflar su propia Historia sirviéndose de subterfugios lingüísticos. La mezquita cordobesa comenzó a levantarse a finales del siglo VIII, fue completando su fisonomía durante el Emirato y el Califato y acabó reconvirtiéndose en basílica cristiana una vez que la Reconquista hubo culminado con la expulsión de los musulmanes del territorio peninsular. Este fin de semana, un reportaje de El País recordaba las palabras que el nada sospechoso Carlos I pronunció cuando vio con sus propios ojos el añadido que las autoridades católicas habían plantado en medio del hermoso laberinto de piedra que habían tejido sus antecesores árabes: «Habéis destrozado algo que era único para poner en su lugar algo que ya teníamos en todas partes». Ahora, el obispado de Córdoba ha decidido prescindir del término «mezquita» –que es el sustantivo que denota la idiosincrasia primigenia del lugar– en todo lo que se refiera a la sede episcopal de la ciudad, lo que es tanto como despojarla de una clave fundamental para su interpretación, y, con la misma agilidad con que se apresuraron a inscribirla en su inventario de bienes patrimoniales –hace sólo ocho años–, han publicado un folleto explicativo en el que se pretende llevar a un segundo plano el papel que jugaron los musulmanes en su construcción. En ese texto se presenta el bosque de columnas como poco menos que una intervención anecdótica, asegurando que la razón de ser del edificio tuvo siempre una motivación cristiana y amparando tal afirmación en la existencia de unas ruinas visigodas, las de la iglesia de San Vicente Martir, que ya eran sólo eso, ruinas, cuando los gobernadores árabes de la ciudad emprendieron la edificación de la mezquita.

La Iglesia tiene plena libertad para decidir si existe o no existe el limbo –al fin y al cabo, ahí tiene jurisdicción única–, pero no para profanar el pasado, mucho menos si tenemos en cuenta que nos referimos a una institución que se muestra incapaz de lavar sus trapos sucios o de demostrar que el dinero que, en concepto de donativo, pagan los visitantes para acceder al interior de buena parte de sus edificios se destina realmente al mantenimiento de los mismos. Pretender enterrar siglos de historia negando evidencias que saltan a la vista –basta con entrar en la mezquita para percibir que poco hay en su planta de inspiración cristiana– es, además de un burdo engaño tanto a sus feligreses como al común de los mortales, un esfuerzo pueril y, francamente, absurdo. Tan ridículo como si, dentro de cien o doscientos años, una cadena multinacional resolviera instalar un centro comercial en la Sagrada Familia y justificara su decisión argumentando que Antoni Gaudí fue, en realidad, el diseñador de cabecera de los primeros tiempos de El Corte Inglés.

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