De vez en cuando, se genera el debate sobre la pertinencia de exhumar los restos mortales de Antonio Machado para darles una nueva sepultura en Madrid. La llegada de la democracia trajo, como es lógico, la necesidad de superar determinadas asignaturas pendientes, y algunos entendieron que entre ellas se encontraba la de resarcir, por la vía de la reubicación, a los republicanos que habían acabado sus días en el exilio. Con ser una iniciativa comprensible, y probablemente también justificada, no creo que resulte lo más acertado si no se quiere perder la necesaria perspectiva sobre todo cuanto supuso una guerra civil cuyos traumas aún siguen heredando las generaciones más recientes. Enterrar a Machado en el centro de la capital de España, confeccionarle un túmulo a medida y convertir su nuevo lecho en una atracción más para turistas y viajeros de distinto pelaje, sería no sólo hacerle un flaco favor a la memoria de quien tuvo la austeridad por bandera y pasó su vida ajeno a fastos y oropeles, sino que también supondría desvirtuar las consecuencias de sus propios principios y, por consiguiente, hurtar determinadas claves sin las que su biografía podría quedar desprovista de sentido.
El hecho de que haya que cruzar la antigua frontera franco-catalana para presentar los debidos respetos ante la tumba del poeta ya supone asumir una toma de conciencia acerca de las vicisitudes que tuvo que atravesar antes de concluir allí sus días, con el paso de los Pirineos convertido en un rito inexcusable para asomarse al entonces desde el ahora y recordar que la Historia de la que nos hablan los libros tiene un correlato tangible y doloroso en las huellas del paisaje. Recorrer después las calles de Collioure, pasear junto al pequeño puerto y llegar a la plaza donde se alza el edificio del Bougnol-Quintana para continuar más tarde hacia el cementerio, mientras el oído se acostumbra a las palabras extranjeras que van brotando alrededor, es comprender, sin necesidad de intermediarios, lo que tuvo que ser la crudeza del exilio y asimilar paulatinamente toda la pesadumbre que impregnó el devenir de una familia condenada a un desenlace fatal e inexorable. En Collioure, además, se preserva un hondo respeto hacia la figura de Machado: abundan los recordatorios de su estancia en el pueblo, existe una fundación que se encarga de preservar el escaso legado que dejó allí y aún sobreviven algunos personajes, como el hijo de la mercera Juliette Figueres, que pueden contar en primera persona los pormenores de un relato que no por conocido deja de resultar tristísimo y emocionante. El ciprés que da sombra a la lápida donde se inscriben los nombres del poeta y de su madre lleva allí varias décadas ofreciendo cobijo y reposo a quien tan poco pudo disfrutar de esas dos cosas en vida, y los transeúntes que adivinan en los recién llegados las intenciones de los españoles que buscan con avidez el rastro de un compatriota extraviado en los confines del tiempo se avienen a prestar toda la ayuda que pueden y sonríen complacidos si se les agradecen sus desinteresados servicios. En Madrid, la de Antonio Machado sería una tumba más. En Collioure continuará siendo lo que ya es, un reconocimiento perpetuo a la dignidad y a sus peajes, y el viaje hasta allí, largo y tortuoso, no dejará de constituir un rotundo recordatorio de la miseria que condenó a uno de nuestros mejores hombres a yacer en un lánguido y remoto confín del mundo, a orillas de una frontera.