Hace unas semanas, escribí aquí acerca de Josep Maria Flotats, el peluquero de la plaza Lesseps, y de cómo nos habíamos conocido hace cosa de cinco años, cuando yo llegué a sus dominios en busca de los vestigios del cine Roxy y él me abrió las puertas de su trastienda para referirme los ecos de un pasado que se había ido desvaneciendo casi sin que nadie lo advirtiese. No conté entonces la historia completa. Al regresar de aquel viaje, le dediqué un artículo que publiqué en el periódico en el que colaboraba entonces. Cuando, un año después, regresé a Barcelona, aproveché que el hotel donde me alojaba no caía lejos del barrio de Gràcia para acercarme por allí y saludarle brevemente. No sólo me recordaba, sino que además había conseguido hacerse con mi artículo –se lo habían enviado por correo unos conocidos, según me hizo saber– y lo había incorporado a uno de los álbumes donde clasificaba los recuerdos del lugar en el que había transcurrido toda su vida.
No lo tenía previsto, pero cuando quise aprovechar mi estancia en Barcelona para darle un abrazo a mi amigo Quique –al que apenas veo desde que ambos dejamos de la facultad y con quien mantengo una relación principalmente virtual–, quise que nos viésemos en Lesseps para saludar, una vez más, al viejo peluquero y preguntarle qué tal le iban las cosas. El metro me dejó en el centro de la plaza en la tarde del pasado lunes, cuando ya había anochecido y un brusco vendaval azotaba las hojas de los árboles y se esmeraba en derribar las motos aparcadas junto a una sucursal bancaria. Busqué la peluquería, pero no la encontré. Supuse, no había pensado en ello, que el bueno de Flotats podía haberse jubilado, pero también barrunté que no andaría lejos –era, creo que lo conté en su momento, el presidente de la asociación de vecinos del lugar–, así que me metí en el estanco para tratar de averiguar su paradero. La cara del dependiente debió ponerme sobre aviso, pero uno siempre tiende a creer, aunque en el fondo sea consciente de lo contrario, que los escenarios a los que regresa de cuando en cuando van a permanecer siempre inalterables. «Murió hace unos años», me dijo de sopetón, «de repente, un infarto, nadie se lo esperaba», y salí de la tabaquería con ese malestar que nos provocan esas fatalidades tan cotidianas que, sin embargo, nunca llegamos a comprender del todo.
A mi vuelta, he encontrado una fotografía que nos hicimos la segunda y última vez que estuvimos juntos, cuando él me mostró mi propio artículo y yo quise guardar un recuerdo de él y de su peluquería, cuyo mobiliario resultaba exquisitamente demodé y que a mí se me parecía mucho al local donde me corté el pelo durante toda mi infancia. Ahora que sé que falleció menos de un año después de que nos la hiciéramos, esa imagen cobra un raro valor de testimonio que me resisto a descifrar. «Pasaré por aquí cuando vuelva a Barcelona», recuerdo que le dije al despedirme de él sin siquiera intuir que no volveríamos a vernos nunca. Su inesperada desaparición me ha dejado un regusto inesperadamente amargo de mi última estancia en su ciudad, pero también una sospecha sobre la que nunca había meditado: la de que acaso sólo sintamos que algunos lugares son un poco nuestros cuando en ellos empiezan a habitar ausencias que nos interpelan.