No le salieron las cosas demasiado bien a Antoni Rovira i Trias. Su proyecto quedó el primero entre todos los que se presentaron al concurso que se convocó para dilucidar el trazado del flamante Ensanche barcelonés, pero ciertas maniobras orquestadas desde Madrid llevaron a que la concesión acabara en manos de Ildefons Cerdá. Fue éste quien diseñó esas calles kilométricas que dieron paso a la gran Barcelona y que resultan armónicas y, a la vez, apabullantes: uno empieza a andarlas y siempre llega un momento en el que piensa que no llegará a concluirlas nunca. La firma de Rovira, que iba a ser el gran apóstol de la modernidad urbanística en una Ciudad Condal nueva y pujante, sólo se adivina hoy en el Mercado de San Antonio, la columnata del Palau Moja y el campanario cuyas alturas dominan la cotidianeidad del barrio de Gràcia.
La posteridad, generosa y cruel a un tiempo, ha querido regalarle a Antoni Rovira una espera perenne en la plaza que lleva su nombre. Se trata de un rincón que, como muchos otros de Gràcia, conserva el aire entrañable de las viejas ágoras de los pueblos. Hubo allí, en tiempos, un cine que estuvo entre los más reputados del barrio, y algunos vecinos de la zona aún recuerdan la emoción que sintieron cuando se rodó, hace unos años, la adaptación al cine de El embrujo de Shangai —una estupenda novela de Juan Marsé de la que, además de la película, salió un portentoso guión firmado por Víctor Erice que no pudo materializarse— y los técnicos superpusieron a la fachada de la plaza la viva imagen de lo que ésta había sido en su mejor época. Yo llego a la plaza Rovira en una tarde oscura y lluviosa empujado por una canción de Luis Eduardo Aute, que vivió en ella parte de su infancia y quiso recordar con versos exactos sus vivencias de cuando el mundo aún era un lugar hospitalario y eterno, y la encuentro vacía y desierta, con ese aire lúgubre que tienen los paisajes encantados cuando terminan feneciendo en el olvido. No existe ya el Cinema Rovira, como tampoco existen los tranvías ni la torre con jardín que se alzaba en la calle de Massens, pero aún continúa abierto El Vall, un establecimiento cuyas horchatas merecieron gran fama y en el que yo entro en esta noche prematura para aliviar con un par de cafés el frío que atenaza a la ciudad. Apenas hay clientes, sólo un vecino solitario que apura una cerveza en la barra. El camarero procura encontrar alguna labor con la que mitigar el aburrimiento y en un pequeño cuarto anexo un hombre, probablemente el propietario, repasa el periódico del día. De vez en cuando, un perro abandona su escondrijo para salir al exterior, pero en cuanto se aproxima a la puerta y toma conciencia del chaparrón que está cayendo vuelve sobre sus pasos en pos de refugios más confortables. Me entretengo mirando las fotografías antiguas y los programas que cuelgan de las paredes, testigos mudos de un tiempo que se ha extinguido irremediablemente, igual que nos extinguiremos todos e igual que se extinguió el plan urbanístico del arquitecto Rovira, que aguarda sentado en unos bancos de la plaza a que alguien le haga caso y repare en la placa que, situada junto a sus pies, recuerda aquella Barcelona que pudo haber sido y no fue porque alguien decidió confinarla en ese limbo impreciso en el que habitan las ciudades improbables.