Suele ser cosa del azar, pero lo cierto es que el tiempo y las circunstancias llevan a uno a adoptar ciertas costumbres, determinados rituales, que a la larga resultan imprescindibles para reconocernos. Las mías, cada vez que vengo a Barcelona, consisten en recorrer unas determinadas calles y visitar dos o tres lugares que me resultan imprescindibles para identificar la ciudad. Como si necesitase rondar sus cercanías para cerciorarme de que, en efecto, estoy en ese lugar concreto y no en cualquier otro. Como si al fulgor de cada descubrimiento necesitase oponer la cordialidad de lo conocido en una suerte de síntesis cuya lectura constata que incluso en el lugar más alejado de nuestras coordenadas nos es posible hallar algo parecido a la familiaridad.
Así que tras iniciarme con Milo J. Krmpotic’ y su esposa, Anna, en un ámbito —el de la gastronomía libanesa— que me resultaba del todo ajeno y en un cuadrante del callejero —el del barrio de Gràcia— que sólo había explorado a medias, salí al encuentro de esa Barcelona que es mía y que comienza en la Puerta del Ángel para descender, con toda la parsimonia del mundo, en dirección a la catedral y al carrer del Bisbe, esa callejuela proveniente de otro tiempo que conecta el misticismo y la institucionalidad y a la que casi siempre adornan los acordes de dos o tres músicos callejeros. Es la Barcelona que tuerce después en Jaume I para desembocar en la Vía Laietana, pero que un poco antes admite un desvío para recrearse en la sinfonía medieval de la Plaza del Rey, con su portentoso Saló del Tinell y su recoleta capilla de Santa Ágata trazando un ángulo recto en cuyo vértice confluyen las reminiscencias de la vieja ciudad que se resiste a fenecer bajo el cada vez menos soportable peso de la sobrepoblación turística. Es la Barcelona que continúa después por el carrer de la Argenteria y, de pronto, deposita al caminante ante las puertas de Santa María del Mar, cuyos muros albergan uno de los interiores más hermosos del gótico peninsular, para conducirlo más tarde por los recovecos del Born y las huellas de lo que una vez fue el barrio de La Ribera.
Todo concluye en un parque. Ya he escrito en varias ocasiones, y en varios lugares, acerca del recinto ajardinado de la Ciudadela y de la admiración que me provoca El desconsol, la magnífica escultura con que Josep Llimona quiso poner cuerpo y actitud a la ciudad humillada y devastada en el último acto de la Guerra de Sucesión. No podía dejar de rendirle honores, al pie de su estanque engalanado con nenúfares artificiales, para poner término a mi particular ceremonia de reencuentro con una ciudad que cada vez se me parece más a una de esas casas que van quedando arrinconadas en las arritmias del calendario, pero que siempre están dispuestas a recibir a sus moradores con tanto entusiasmo y hospitalidad como si fueran a quedarse en ellas para siempre.
Foto: L. G. Jambrina