Uno de mis rincones preferidos de Madrid desapareció hace muchos años, bastante antes de que yo viniese al mundo, y creo que no hay ni una sola fotografía que permita la más mínima elucubración acerca de cuál pudo ser su aspecto, pero a mí me gusta fantasear cada vez que voy por la ciudad y tengo tiempo para acercarme al Museo del Prado. Estaba muy cerca de la ermita de La Florida, a orillas del Manzanares, probablemente cerca de ese paseo por el que tanto disfruto caminando al atardecer, y no debía de ser gran cosa a ojos de los transeúntes, porque era su interior el que albergaba la belleza y la sordidez del mundo que su propietario, el mejor pintor español que han visto los tiempos, quiso reflejar en sus paredes.
Alguna vez he querido imaginar, y no he podido, cómo transcurrieron los años que Goya pasó viviendo en la Quinta del Sordo. Me he preguntado cómo sería habitar aquellos muros poblados de imágenes fantasmagóricas y dementes infames, de qué manera se desenvolvería una rutina fundamentada en el retrato pormenorizado de las miserias agazapadas en esa psique que, según las corrientes más deterministas, nos define como pueblo. He vuelto a ver ahora las Pinturas Negras en las imágenes que tomó Jean Laurent hace dos siglos, antes de que fueran traspasadas de la pared al lienzo, y me he estremecido secretamente al descubrir una crueldad desconocida en la mirada alucinada de Saturno, al discernir mejor las arrugas que dibuja la ira en los protagonistas de la riña a garrotazos, al constatar que esa casa que se alzaba junto a un río que ni siquiera merecía ser considerado como tal era aún mucho más tétrica de lo que cabría esperarse. Aquel artista anciano y enfermo se despertaba cada día arrullado por las encarnaciones del mal que habían salido de su propia paleta y se acostaba escuchando el quejido de una España enloquecida que caminaba hacia su propia destrucción y que, acaso inconscientemente, él definía en pinceladas exactas y dolorosas, tan bellas como desasosegantes. No, uno no puede imaginar cómo era la vida en la Quinta del Sordo, y quizá deba limitarse a contemplar las escenas que una vez decoraron sus recovecos, aunque sólo sea para conocer a los monstruos que acechan cuando se rompe la lógica y la razón duerme.