Hay cosas a las que las circunstancias despojan de su condición inicial para convertirlas en símbolos. El Edificio España, con sus 25 plantas y los 117 metros que median entre su base y su cúspide, es la octava construcción más alta de Madrid y fue uno de los primeros rascacielos que se erigieron en la ciudad. Empezó a levantarse en 1948 y se concluyó en 1953, y desde entonces su impresionante mole neobarroca observa impertérrita los atardeceres sobre la Casa de Campo y da una intimidatoria bienvenida a los viajeros que llegan a la capital desde las carreteras norteñas. Así me recibió a mí en mi primer viaje a Madrid, cuando con apenas veinte años desemboqué en la urbe para ver si ella me dejaba iniciarme en sus misterios, y así me gusta evocarlo siempre que lo tengo delante, con el porte majestuoso que le confieren su alzado y su veteranía. Con esa armonía tan apabullante, y sin embargo tan delicada, que orienta el diálogo que desde hace décadas viene manteniendo con su vecina Torre de Madrid.
Me entero ahora de que está en marcha un proyecto para demoler el Edificio España vacío y abandonado, porque los propietarios del inmueble (que está en manos, ya es casualidad, de una entidad bancaria) consideran que ni sus muros ni la plaza que los acoge gozan del postín que reclaman estos tiempos. Han solicitado un proyecto a un prestigioso estudio de arquitectos y están en la idea de darle un nuevo aire a todo, y aunque vayan a respetar la fachada del viejo coloso arquitectónico (la ley, por fortuna, les impide tirarlo todo abajo), no sé si el resultado de esta historia alcanzará siquiera a respetar ese carácter entre cosmopolita y provinciano que todavía hoy tiene ese enclave y que es la síntesis justa de la idiosincrasia madrileña. A mí me gusta mucho el Edificio España, como me gusta mucho la plaza que lo acoge, y esta noticia me ha perturbado la mañana. No sólo porque, de algún modo, cada vez que estoy ante sus puertas vuelvo a ser aquel jovenzuelo que no se atrevía del todo a adentrarse en el trajín de la Gran Vía, ni por la suerte que puedan correr las nobles piedras con las que la ciudad moderna alcanzó en su día uno de sus primeros hitos, sino porque no estoy seguro de que la remodelación de la plaza sepa respetar una de las metáforas más sutiles, y acaso menos conocidas, que cobijan las calles capitalinas: si uno se coloca al pie del estanque y mira al frente, desde la perspectiva adecuada, parece como si el España emergiese sobre los hombros de don Quijote y alzara su rabiosa verticalidad en pos de ese cielo que siempre tiene el color azul de las quimeras.