Hay lunes que suman a las bajas temperaturas propias de la estación que los aloja otros fríos inherentes a su propio discurrir. Me desayuno hoy con la noticia del fallecimiento de José Emilio Pacheco y me estremezco porque siempre hay algo de alta traición en la muerte de un poeta cuyos versos nos descubrieron a muchos un resquicio de claridad por el que asomarnos a la inmensidad del mundo, pero también porque, en este caso, se superpone a la imagen del poeta, del escritor, del intelectual, la realidad de la persona a la que yo conocí pronto hará seis años y que dejó en quienes le acompañamos en aquellos días la impresión que sólo son capaces de dejar los hombres buenos.
En el verano de 2008, José Emilio Pacheco llegó a Gijón para participar en un homenaje a Ángel González que organizaba la Semana Negra como agradecido reconocimiento a quien había sido uno de sus huéspedes más ilustres. Me lo encontré una mañana, a primera hora, en la cafetería del hotel Don Manuel, y tuve la osadía de interrumpir su desayuno para presentarme. Digo esto porque su porte intimidaba: tenía una estatura inmensa, sus hombros estaban separados por una anchura insalvable y llevaba el ceño permanentemente fruncido en una mueca que interpreté, de primeras, como fruto de su malestar, pero que en realidad estaba directamente relacionada con la miopía que conjuraba con unas gruesas gafas que rara vez accedía a quitarse. «No se quede ahí de pie, siéntese conmigo», me dijo con su acento mexicano y ese tono que invitaba al diálogo, a la parsimonia, a la jovialidad. Fue la primera de unas cuantas conversaciones, porque lo cierto es que, en los dos días que sucedieron a esa mañana veraniega, nos separamos muy pocas veces.
Aún no había ganado el Cervantes, y por eso su presencia pasó bastante inadvertida para los medios locales. Sólo José Luis Argüelles, que siempre le ha tenido como uno de sus maestros, tuvo la apropiada ocurrencia de hacerle una entrevista. Después, nos fuimos los tres a comer una fabada a un reputado restaurante del barrio del Carmen y me regaló un ejemplar de Tarde o temprano, su poesía completa, que aún conservo junto con otro de su novelita Las batallas en el desierto, entonces inencontrable en España y con la que yo pude hacerme gracias a las buenas artes librescas de Fritz Glöckner. Fueron aquéllas veladas muy agradables. Recuerdo a José Emilio paseando por las calles con sus andares atropellados de gorila grandullón, tocado con un horroroso sombrero publicitario que alguien le brindó para que se protegiera de los focos durante el recital que protagonizó junto a Luis García Montero y Joaquín Sabina, posando ante las cámaras con una camiseta negra en cuyo frente alguien había serigrafiado el rostro de Ángel González, sus preguntas de niño despistado y curioso en el transcurso de una cena que compartimos con Jorge Semprún. Recuerdo, también, las palabras con que nos despidió la última noche que estuvimos juntos, pocas horas antes de que él tomase el avión que le conduciría de vuelta a México: «Y díganme, ¿cómo me las arreglaré a partir de mañana para no echarles de menos?».
Yo no tendré que echar de menos a José Emilio Pacheco porque siempre me quedarán sus versos. Entre ellos, los que a continuación transcribo y que suenan, en tiempos como estos de patrioterismos insalubres e impostadas retóricas ebrias de falsedad, más congruentes y necesarios de lo que tal vez sonaron nunca. Ojalá la eternidad le sea leve.
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
–y tres o cuatro ríos.