Hay historias que no por conocidas dejan de resultar estremecedoras. La que me produjo anoche la misma conmoción que cuando la escuché por primera vez tiene como protagonista a un niño que, ajeno a casi todo lo que rodea y aun define sus circunstancias vitales, está a punto de salir a jugar con sus amigos. Igual que todas las tardes, abre la puerta de casa y comienza a bajar las escaleras. A la altura de uno de los rellanos, se cruza con un hombre al que no conoce. Trae una pequeña maleta, como si volviera de un viaje, pero lo que al niño le llama la atención es su enclenque figura, baja y desgarbada, y sus facciones, que hacen de él un individuo feúcho y en absoluto memorable.
El niño continúa el descenso, alcanza la calle y se reúne con sus amigos en la plaza. Se olvida por completo de la inesperada presencia en el rellano y durante el resto de la tarde se entrega, con la despreocupación acostumbrada, a unos juegos cuyas reglas no admiten errores y en los que siempre queda muy claro dónde están los buenos y en qué bando se alinean los malos. Cuando el cielo empieza a oscurecerse, la voz materna pronuncia su nombre desde una de las ventanas y el niño comprende que ha llegado la hora de regresar a casa. Al abrir la puerta de su vivienda, encuentra dentro, junto a su madre, al hombre con el que se había cruzado unas horas antes en el rellano. Descubre entonces que se trata de su propio padre, a quien él nunca había visto y que acaba de regresar de la cárcel, donde estuvo encerrado varios años por su afección a una causa perdida.
El tiempo de esta historia es el de la posguerra española. El escenario, el barrio chino de Barcelona. Su protagonista, el niño que conoció a su propio padre cuando éste regresó de cumplir condena en un atardecer cualquiera de aquel tiempo tan gris, se acabaría convirtiendo en el escritor Manuel Vázquez Montalbán, que cimentó toda su obra sobre esa anécdota de infancia en la que siempre entendió que latía una verdad esencial sobre sí mismo.