El término municipal de Boñar se ubica al noreste de la provincia de León. Allí, en el territorio que marca la frontera entre la aridez de las llanuras mesetarias y la agresiva altanería de los montes asturianos, se abre como una brecha húmeda en medio del secarral el portentoso embalse del Porma o de Vegamián, una suerte de inesperado y fastuoso oasis en medio de unas tierras que parecen no tener dueño y cuyas aguas cumplen una función primordial en la regulación de los ríos leoneses para evitar los desbordamientos que se producían con frecuencia antes de su inauguración, en 1968. Estuve allí por primera y última vez en la Semana Santa del año 2000, en el último día de mis vacaciones universitarias, después de una visita fugaz a la ciudad de León. El camino que lleva hasta ese lugar casi arrinconado en los mapas no es especialmente largo, pero sí tiene sus complicaciones. Es necesario coger una carretera estrecha y tortuosa que parte de la central térmica de La Robla y que, en vez de aproximarnos al cercano puerto de San Isidro, nos aleja hacia el curso del Curueño, que cruzaremos para desembocar en La Vega y acabar dejando atrás Cereceda y Valdecastillo. Tan sólo unos pocos kilómetros después –tras atravesar unos paisajes tomados por una vegetación pálida y quejumbrosa y observar desde la ventanilla las casas solitarias (y probablemente olvidadas por sus moradores, si es que alguna vez los tuvieron) que van apareciendo con cuentagotas a ambos lados del camino– nos daremos de bruces con la presa.
La construcción, en verdad, impresiona. Una mole de hormigón cuya verticalidad alcanza los setenta metros de altura que se alza impávida ante el viajero y le cierra el paso con la contundencia propia de una muralla. Probablemente esa obra de ingeniería explique o resuma mejor que cualquier análisis que pudiera salir de pluma alguna la reciedumbre de la prosa de Juan Benet, que en 1962 se instaló en una de las construcciones que hemos visto al borde del camino para dirigir las obras en el embalse y comenzar un manuscrito que acabaría publicándose en 1967 con el título de Volverás a Región. Su texto marcó un hito en la casi siempre monocromática historia de las letras castellanas, un punto de inflexión que consiguió que la literatura española abandonara un rumbo tan seguro como previsible para adentrarse por vericuetos que hasta entonces habían permanecido prácticamente inexplorados y cuyos recodos escondían grutas ignotas de una oscuridad que jamás había dejado de ahuyentar a los escasísimos aventureros que se habían puesto el traje de faena dispuestos a asumir el riesgo. Acaso esa pared gris aparecida de pronto en medio de la nada constituya, también, la mejor metáfora del sistema benetiano: un territorio inextricable, cerrado a cal y canto, absolutamente inaccesible para el forastero. Una zona de sombra ante la que sólo es posible sentir estupor y desaliento, sin un mínimo resquicio para la esperanza o el ánimo. Adentrarse en la prosa de Benet, sumergirse en las frondosidades de su sintaxis, avanzar por los senderos de sus subordinaciones, requiere una fuerza de voluntad casi equiparable a la que hace falta para ascender por esta cuesta que parte de los pies de la presa y la rodea en una subida constante hacia su cúspide. Acaso seguir el compás de la narrativa regionata no sea tan distinto a coronar el mamotreto que cerca los valles que inspiró esa comarca en la que nunca se supo de otra cosa que de la desesperación. Acaso el ritmo de nuestra respiración –cada vez más entrecortado a medida que perseveramos en el avance– sea el mismo ahora que cuando, con una mezcla de congoja y ansia, pasamos las páginas de una obra tan prolija como imprescindible. Alguien dijo una vez que existían dos clases de maestros: los que llevaban de la mano a sus alumnos por el bosque y les hablaban con todo lujo de detalles de la flora y la fauna que veían a su alrededor, y los que, en vez de entretenerse en circunloquios, arrastraban a sus pupilos monte arriba sin consideraciones hasta llevarles, destrozados, a la cumbre para, una vez allí –tan exhaustos ellos como nosotros ahora, cuando al fin hemos llegado a la parte alta de la presa y podemos desentrañar el misterio que aguarda al otro lado–, mostrarles con un solo gesto todo cuanto ha quedado a sus pies y dejar que sean sus propias conciencias las que asimilen aquello que se les ofrece desde una perspectiva inédita y total, más poderosa que cualquier clase de disertación. Acaso ascender a la cumbre de la presa del Porma y contemplar desde allí el suntuoso paisaje que se abre a nuestros ojos suponga, sí, la metáfora perfecta para interpretar la poética de Benet sin caer en el tópico o en la grandilocuencia. Quizás sea la única forma de contar por qué vale la pena entrometerse sin complejos en su enigma. Penetrar en sus oscuridades. Adentrarse en su penumbra.
Los que no volverán a Región son los más de 1.000 paisanos a los que echaron de sus pueblos para hacer el pantano. Hay un pequeño cementerio en la recta que encara la presa donde fueron llevados algunos de los muertos; otros, supervivientes del cierre, todavía vuelven para que sus cenizas sean sepultadas en los panteones de sus familiares, tapizados de oritigas y malas hierbas…
Un saludo, compañero, que aunque no nos vemos desde la universidad, todavía te sigo y sé de ti por amigos comunes.
Álvaro Caballero
Albergo las más acerbas reticencias con respecto a exégetas, panegiristas y, en general, hacia todo ese cuerpo de forenses de la literatura que al amparo del funesto signo pedagógico de los tiempos sustancian con sus inanes despieces un cuerpo de doctrina que da fundamento al que ya se puede considerar como el único género literario que estos tiempos, modernos y envejecidos a la par, han producido: la didáctica infantil.
Es por eso que agradezco sus notas sobre Juan Benet, que se me antojan libres de intención edificante. Y es por ello también que miro con no poco recelo un nuevo libro que viene, según confesión de la autora, a explicarnos cómo leer a Juan Benet. No se trata pues de un ensayo sobre la prolija obra del escritor, ni de la publicación del sedimento que la lectura de sus libros ha dejado en ella, ni siquiera de una refutación de los postulados estilísticos benetianos. Afirma, con el natural descaro propio del que se cree investido de una ciencia que a los demás solo nos puede ser ajena, que nos va a enseñar cómo leer al escritor regionato.
Es esa y no otra la razón por la que no voy a comprar el libro de Nora Catelli (1). Como mucho, esperaré cinco o diez años a que un amigo me informe en confianza de que todo el aparato pedagógico con el que la obra viene precedida era poco más que un artefacto publicitario y que en realidad cometí un error de juicio que, gracias a alguna librería de lance o a la compra de una copia de su quinta edición, aun podré subsanar.
Item más, el propósito didáctico de la autora quizá disuada al lector habitual de Benet, autor de
quien cuesta creer que hubiera sido complaciente con ese imperativo pedagógico del que hoy en día cualquier hijo de vecino se cree investido. A este fin nada se hubiera agradecido más que la lectura matinal (en esa hoja de periódico macilenta y par que acoge anuncios de fontanería, la muerte de un torero lucense y la presentación de una dudosa belleza patronal) de uno de aquellos artículos benetianos que partiendo de una observación aparentemente provinciana y anodina acababan por sustanciarse en una elegante pedrada a la cabeza de un tótem de la cultura, a un politicastro ambicioso, a un literato amanerado, o, así lo quisiéramos, a una legión entera de pedagogos de cuarta que transforman la lectura de libros en un anquilosado y soporífero ejercicio de “comprensión lectora”, de aquellos que uno detestaba porque el análisis sintáctico se la daba tan mal como evitar que la mirada se perdiera en el escote de la profesora.
Le saluda cordialmente este suyo affmo.
José Antonio Martínez-Climent
En Alicante y nublado.
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(1) Juan Benet. Guerra y literatura
Nora Catelli
Formato: 13,5x21cm.
160 Páginas
Colección Paralajes 9
1ª edición: Octubre de 2015
ISBN: 978-84-15766-22-3
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Véase:
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/08/08/babelia/1470662594_933811.html