Recuerdo que, hace no demasiados años, los debates televisivos se molestaban en aparentar cierta credibilidad. En ellos no salía cualquiera, sino gente que, como mínimo, tenía una noción consistente del tema que iba a tratarse. Es verdad que, en ocasiones, de aquellos conciliábulos eruditos salían discusiones realmente plúmbeas o pródigas en tecnicismos que dificultaban su entendimiento por parte de los profanos, pero también que pocas cosas se decían allí a la ligera. Que quienes se pronunciaban o contraponían argumentos lo hacían con conocimiento de causa. Que la reflexión acerca del tema que abordaban les había ocupado un tiempo y que habían intentado emplearlo con provecho.
Temo que eso se haya perdido. Al menos, no percibo en los debates actuales otra ambición que la de trasladar el burdo y grotesco espectáculo de los programas del corazón a ámbitos cuya naturaleza debería preservarse siempre por formar parte de eso que llamamos espacio público. La otra noche encontramos en el televisor una mesa redonda en torno al tristísimo anteproyecto para la reforma de la Ley del Aborto que se ha sacado de la manga nuestro Gobierno, y pude comprobar cómo todo se ha ido deteriorando irremediablemente sin que nadie hiciese caso a quienes supieron alzar a tiempo la voz de alarma. En el lado de la mesa donde se reunían las opiniones favorables al nuevo texto legal, junto a tres mujeres próximas a las coordenadas de esas asociaciones que se hacen llamar pro-vida cuando en realidad merecerían otro calificativo bien distinto, se sentaba un joven de poco más de veinte años sin otro mérito en su currículo que el de ser hermano de una chica a la que, por lo que me han dicho, sólo se conoce por la destreza que demuestra comprando ropa. En el flanco opuesto, un viejo ex-rockero que lleva ya demasiados años figurando como perejil en salsas que nunca ha sabido cocinar y que ha ido medrando de plató en plató, con la complicidad de unos y otros, sin que nadie supiese reparar nunca en la evidencia de que el rey iba desnudo. En el medio, una moderadora que si algo demostró fue que le viene grande todo lo que no sea confrontar las debilidades más primarias de mujeres y hombres (y viceversa). Sólo un médico ponía algo de cordura al asunto, y eso como concesión graciosa e inútil: sus argumentos eran constantemente sepultados bajo los chillidos demagógicos de sus oponentes, más partidarios de la fuerza de las mayorías absolutas que del poder de la razón. No había en aquella mesa filósofos serios, ni biólogos competentes, ni mujeres que se hubieran visto afectadas directamente por el drama. Todo era banalidad, griterío, frases hechas, la más absoluta nada. Cuando veo estas cosas no puedo evitar pensar que cada vez estamos más cerca de tocar fondo como sociedad.