Cuentan que, tras enterrarlo en el cementerio de Arcueil, algunos amigos de Erik Satie acudieron a la habitación que éste había ocupado en aquel suburbio perdido a diez kilómetros del centro de París para recoger sus pertenencias y o bien entregarlas a los familiares del músico o bien repartírselas entre ellos como herencia y recuerdo de quien había sido uno de los compositores más lúcidos, transgresores y verosímiles de las endiabladas décadas de las vanguardias. Además de un cuartucho lleno de polvo y telarañas, el cortejo se encontró allí con un legado que, aparte de evidenciar que el autor de las Gimnopedias llevaba bastantes años sin utilizar el piano para gestar sus propias creaciones, incluía desde un centenar de paraguas -algunos no se habían usado nunca, o esa impresión daba- hasta una colección de dibujos de castillos medievales, pasando por el retrato que le hiciera su amante Suzanne Valdon en 1893 o algunos dibujos y cartas que se había intercambiado con ella en el transcurso de su relación.
También había en aquella habitación oscura y desabrigada -qué difícil hacerse una idea exacta de su aspecto, pero qué hermoso imaginar ese momento del descubrimiento, los pasos entre apesadumbrados y curiosos de quienes acababan de sepultar a su amigo, el chirrido de la madera bajo sus pies, el paisaje difuminado y como en penumbra que habría de verse a través de los descuidados cristales de la ventana-, y esto fue lo más importante, un buen número de composiciones de las que en unos casos nadie había oído hablar y que en otros se habían dado definitivamente por perdidas. Piezas inéditas que el maestro había olvidado o marginado a propósito, pentagramas abarrotados de notas que nadie había podido escuchar nunca, indicaciones de las que jamás intérprete alguno se había visto obligado a percatarse porque ni siquiera habían llegado a estar ante sus ojos. Una de ellas, una de las Vexations, suena ahora de fondo en mi despacho mientras escribo estas líneas y escucho el susurro del viento que se desliza por las calles y añade una dimensión nueva al piano que, impertérrito, ataca una y otra vez sucesivas repeticiones de la misma melodía, en un bucle casi infinito que por momentos resulta casi irreal de tan hermoso y que parece querer erigirse hoy, aquí, esta noche, en una de las metáforas más perfectas de eso que hemos dado en llamar vida.