Mi primer ordenador portátil dio para mucho. Me lo trajeron los Reyes Magos en 1999, viajó junto a mí por varias ciudades y a sus teclas acabé haciéndome escritor. En él pergeñé los diez capítulos de El regreso, un relato por entregas que me encargó José Luis Argüelles y que vio la luz en el diario La Nueva España en enero de 2002, y no pocos cuentos que han acabado sepultados en el cajón al que van esos textos que nunca llegan a completarse del todo. Su pantalla también vio cómo surgían, una a una, las líneas de Espejo y Los últimos días de Michi Panero, las dos primeras novelas que escribí, aunque no vieran la luz por ese orden. Pasamos juntos tanto tiempo, y le di tan mala vida, que un mal día decidió apagarse para siempre.
El ordenador de mis padres me sirvió para dar forma a La vuelta a casa y también a algunas narraciones y ciertos encargos que me iban llegando en una época en la que las inestabilidades me condujeron, durante unos pocos años, al confortable calor del domicilio familiar. Cuando me independicé de forma más o menos definitiva, me acabé haciendo con dos nuevos ordenadores, un fijo y un portátil, en los que trabajé mucho y cuyos teclados me sirvieron para pulir la breve trama que conforma La existencia de Dios.
Escribo ahora estas líneas en un nuevo ordenador con el que Sus Majestades de Oriente han querido agasajarme. Aún es pronto para saber qué frutos nos deparará la andadura que ahora empezamos, pero, por si acaso, he pensado que no estaba mal dejar constancia, con estas pocas palabras, del inicio del camino.