Se llamaba Josep Maria Flotats, como el actor, pero no había visto más bambalinas que la trastienda de su peluquería ni conocido otro escenario que los sillones donde día tras día acicalaba y ofrecía conversación a sus clientes. Tuve la suerte de cruzarme con él hace unos años, en Barcelona, cuando aparecí por la plaza Lesseps buscando las huellas de un cine derruido dos décadas atrás del que algo había leído y escuchado en la pluma de Marsé y en la boca de Serrat. Estaba allí solo, de pie, ante las puertas de su negocio, y se me ocurrió pedirle alguna indicación. Él, además de dármela, tuvo a bien obsequiarme con una somera historia del lugar donde nos encontrábamos –antaño un encantador rincón abierto más allá de las fronteras del Eixample, entonces un horror posmoderno dominado por el hormigón y la herrumbre– y también con un repaso tan frugal como intenso a las últimas décadas de una ciudad a la que el progreso, según él, iba camino de despojar de algunas de sus más acendradas señas de identidad.
«Jo no soc de Barcelona, jo soc de Gràcia», me decía mientras señalaba hacia el sur de la metrópoli y relataba cómo las recordadas olimpiadas de 1992 habían expulsado a los barceloneses de sus puntos de referencia, cómo las Ramblas se habían vuelto intransitables, cómo se fueron sucediendo las distintas etapas de un proceso destinado a convertir el centro de la Ciudad Condal en territorio franco para turistas, en campo abierto para el mercadeo y la banalidad y la frivolización de aquello que una vez había conformado el statu quo de una de las urbes más cosmopolitas de Europa. «Cuando quiero ver Barcelona», me dijo antes de despedirnos, mientras yo me encaminaba a la boca de metro para tomar el suburbano hasta Les Corts, «no bajo al centro, me alejo de él; si quieres ver bien Barcelona, no te vayas al Gótico ni al Raval ni al Born: sube al Tibidabo». Luego me dio la espalda y regresó silencioso a su peluquería, a la trastienda donde guardaba las fotos antiguas del barrio en el que nació y donde esperaba morir, a aquel habitáculo secreto en el que la ciudad, su ciudad, seguía siendo tal y como él la había conocido siempre. La misma ciudad que quiso mostrarme en el transcurso de una lejana mañana de agosto, en la plaza Lesseps.