Un balance

Si hago balance en el terreno personal, resulta que no fue un mal año éste que termina. No me faltó trabajo, que siempre es algo primordial, y tuve quién me acompañara. Descubrí las penumbras enigmáticas de Oporto, me enamoré de la luminosa incandescencia de Lisboa, entreví los fulgores de Bilbao, conocí al mago Merlín en Mondoñedo, me perdí entre las brumas invernales de Bruselas. Me reencontré con Goya y con Velázquez, a los que hacía mucho que no trataba cara a cara, y me dejé acompañar durante estos trescientos sesenta y cinco días que ahora llegan a su término por escritores, músicos, cineastas y artistas de distinta índole que hicieron el milagro de conjurar la soledad y me brindaron, sin ellos saberlo, horas de disfrute y aprendizaje. Mantuve dos conversaciones largas y fructíferas con Antonio Muñoz Molina, y tuve ocasión de asistir a uno de los últimos recitales que dio el poeta Seamus Heaney antes de despedirse de este mundo. Conseguí escribir, además, alguna que otra cosa que no me dejó del todo descontento. Y puedo decir, por último, lo mejor que siempre se puede decir en estas circunstancias: entre los más próximos, no hubo que lamentar ninguna baja.

Pero este balance íntimo y satisfactorio parece una broma de mal gusto cuando se contrasta con el panorama general. Ahí fuera, en mi misma calle, hay gente que lo pasa mal y que apenas tiene para llevarse a la boca nada con lo que celebrar dignamente estas fechas. Familias enteras condenadas al ostracismo y la incertidumbre que deambulan a ciegas porque hasta el horizonte ha desaparecido de sus resignadas perspectivas. El Gobierno de mi país, enrocado en su grisácea torre de marfil, continúa arrebatándole a su ciudadanía todo lo que, en estas últimas décadas, había venido consolidando su bienestar, desde una educación libre e igualitaria hasta el derecho a decidir cómo y en qué condiciones quiere uno vivir su vida. Da la impresión de que sus ministros piensan que el mandato que perpetran no les ha venido dado por las urnas y sí a través de quién sabe qué insospechada gracia divina, y de que nada les complace más que perpetuar su tarea de destrucción por todo lo ancho de este largo invierno que no acaba.

Por eso uno cierra estas líneas con la convicción de que el 2014 no podrá ser un buen año; pero, aún así, desea con todas sus fuerzas que los meses que están a punto de empezar se rebelen contra los presagios. Ojalá el próximo 31 de diciembre, cuando nos volvamos a ver en esta tesitura, podamos hacer un balance bien distinto, y que este pesimismo se esté comenzando a convertir en un mal sueño. Mientras tanto, y en la medida en que podamos, procuremos ser felices. Es lo que más molesta a los malvados.

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