Es a la vez clásica y postmoderna, provinciana y neoyorquina, castiza y cosmopolita. Como Times Square, como Piccadilly Circus, la Gran Vía pertenece a esa clase de lugares que tienen la rara virtud de condensar en unos pocos metros cuadrados todas las esencias del mundo. Juan Cueto, que trabajó durante varios años en un despacho encaramado a una de las esquinas del edificio Madrid-París, me contó que disfrutaba mucho asomándose al balcón en los ratos libres para contemplar, desde lo alto, la inmensa corriente humana que electrizaba las aceras entre el cruce con Alcalá y la desembocadura en la plaza de España. Yo la recorrí por primera vez cuando apenas tenía veinte años y, cohibido como estaba por la grandiosidad de la urbe, repartía mi mirada entre el cielo y el suelo: desde las baldosas que confundían mis pisadas con las de los cientos de transeúntes que me salían al paso hasta las cúspides de aquellos edificios que eran, o eso me parecía a mí, los más altos que yo había visto nunca.
Quizá porque la Gran Vía fue uno de los primeros escenarios que conocí en la capital, o acaso porque quienes procedemos de lugares pequeños tendemos a condensar lo que nos resulta inabarcable dentro de unas proporciones que consideramos manejables, es su imagen la primera que me viene a la mente cada vez que intento resumir o explicar una realidad tan compleja como la de Madrid. Creo que he paseado por ella en todos los instantes del día. Muy de mañana, cuando las horas punta sólo son una amenaza y aún es posible conjurar el tumulto, y también muy de noche, en esos momentos de la madrugada en los que sobrecoge la estampa de la avenida desierta, interrumpida únicamente por el ímpetu de los relaciones públicas de determinados antros próximos o por la aparición inesperada de algún mendigo en cualquier esquina. Me gusta inspeccionarla con cierta parsimonia, constatar los cambios que va experimentando su fisonomía, detenerme en los contrastes de sus fachadas. Imaginarme a Antonio Suárez plantando el caballete junto al edificio Metrópolis y a Luis Buñuel observando su inmensidad desde la ventana del piso que habitó en la Torre de Madrid. Recordar aquella película de Basilio Martín Patino en la que un cineasta alemán observa el trasiego contemporáneo y lo superpone a otro trasiego mucho más infernal, mucho menos halagüeño: el que se daba cada vez que sonaban las alarmas antiaéreas y la población corría a refugiarse en los túneles del metro. Me gusta, también, sumergirme en la multitud y jugar a no ser nadie, sólo una mera presencia anónima que surca la ciudad como un fantasma. La Gran Vía pertenece a esa clase de lugares donde uno puede agobiarse, pero en los que jamás se llega a sentir extraño.