«Todo conspira para que no escribamos». Se lo escuché hace algunos años a José Emilio Pacheco, en el transcurso de una comida que ambos compartimos en Gijón, y desde entonces no he podido menos que darle la razón con más frecuencia de la que desearía. Uno procura despertar con las primeras luces del alba para buscar un resquicio de tranquilidad desde el que dar curso a la escritura, pero en no pocas ocasiones su propósito acaba naufragando, sometido al imparable trasiego de la cotidianeidad. Ocupamos los primeros minutos haciendo el desayuno, tomándolo y, si acaso, echando ese primer cigarro que disipa por completo las últimas tinieblas de la noche. Luego, o bien hay que hacer algo de compra o bien resulta conveniente dejarse seducir por el confortable trajín de la ciudad y recorrer las calles a esas horas en las que están plenas de vida, como si en las aceras y el asfalto borboteara más que en ningún otro momento el caldo de la vida, y tomar un café mientras se ojean los periódicos y se constata que el mundo, pese a las probables apariencias, sigue sin ser un lugar acogedor.
También hay que telefonear a los amigos, preparar la comida, interesarse por ver qué tal anda la familia. Las primeras horas de la tarde, las que siguen al almuerzo, son proclives a la siesta o a la lectura, o a la conjunción de ambas, y tras el despertar siempre habrá pequeños arreglos que hacer en casa o, si no, obligaciones vespertinas que no quedará más remedio que atender: un café de última hora con el compañero que sale del trabajo y requiere nuestra compañía para tratar algún asunto de cierta urgencia, una charla o una exposición que a uno no le gustaría perderse, una película en un cine, una representación en un teatro, un concierto en un auditorio. Es posible que la cena nos pille aún en la calle y decidamos solventarla con cualquier cosa para no tener que gastar entre los fogones un tiempo que ya nos coge llenos de pereza, y luego, antes de caer en el lecho, es obligado dedicarles a los libros de los otros el tiempo que les hurtamos a lo largo de la jornada. Cerramos los párpados y las palabras que no fueron serán la asignatura pendiente del día que habrá de venir. Los escritores, muchas veces, no somos en realidad más que aquello que no escribimos.