Memoria de la nieve

Nunca he visto nevar en diciembre sobre ninguna de las ciudades donde he vivido, pero siempre asocio el último mes del año, acaso porque los imaginarios acaban por tener más peso que la propia experiencia, a las estampas que compone la nieve cuando extiende su blancura inverosímil sobre nuestros paisajes cotidianos. En la infancia, la nieve tenía siempre algo de gozoso e inesperado. Uno se levantaba por la mañana, subía la persiana para comprobar que había llegado la del alba y se encontraba, de pronto, con que su aparición durante la noche había trastocado la rutina con etérea sutileza. Eran aquéllas, no hace falta decirlo, jornadas de felicidad: siempre había algún profesor que no acudía a dar sus clases, la hora del recreo solía extenderse más de lo reglamentario y a la entrada y a la salida de la escuela se formaban bulliciosos tumultos que irremediablemente desembocaban en una guerra de bolas cuya peor consecuencia iba a ser, como mucho, un resfriado. Esa magia de la nieve, no sé por qué, la vamos olvidando a medida que nos hacemos adultos y lo que era dicha se va convirtiendo, poco a poco, en un engorro: hay que abrigarse más, revisar las ruedas del coche, tener cuidado de no resbalar si uno va caminando con prisa al trabajo. De vez en cuando, miramos de soslayo a un grupo de niños que intenta levantar un muñeco en una esquina y esbozamos una sonrisa no sé si de melancolía por lo que ya no volveremos a ser o de condescendencia hacia quienes, más tarde o más temprano, se convertirán en lo que somos nosotros.

Quizá por eso me cuesta disociar la nieve de la infancia, y he querido usar ese hermoso título de Julio Llamazares, Memoria de la nieve, a propósito de una fotografía que ha caído en mis manos procedente del archivo personal de José Ramón Viejo y en la que se muestra uno de los rincones más paradigmáticos de mi pueblo. No consta el mes en que fue tomada, pero tuvo que ser en invierno porque en ella la nieve se ha hecho fuerte en el paisaje. Se posa, confiada, en las copas desnudas de los árboles; cubre con su tapiz blanco los adoquines de la plaza; mancha con un leve toque fantasmagórico las fachadas de las casas que se adivinan al fondo y oculta la carretera, imperceptible si no fuera por el rastro que ha dejado el paso de vehículos sobre el asfalto, que conduce hasta la capital. Se reconocen hasta cuatro figuras humanas, pero sólo se percibe con total nitidez la de la mujer que, en el centro de la imagen, se aleja dándonos la espalda. Lleva un abrigo grueso, y tiene la cabeza protegida por un pañuelo. A su derecha, la mole de la vieja iglesia de San Juan se levanta impertérrita, con ese color grisáceo del que la despojaron hace años y en el que nunca se supo si pesaba más el tono propio de la piedra o la suciedad que había acumulado durante varias décadas. Es el único recoveco de la fotografía que no aparece tiznado por la nieve, aunque sin duda lo estarían sus campanarios, que por los años en que se tomó la instantánea todavía serían visibles desde la mayoría de las calles.

He estado muchísimas veces en esa plaza, pero creo que nunca llegué a verla nevada, o desde luego no tanto como la estoy viendo ahora en la pantalla de mi ordenador. Y sin embargo, al contemplar esta foto me he contemplado también a mí mismo cuando paseaba por ella cogido de la mano de mi abuelo, quizás porque he vuelto a ver esos bancos en los que él y yo nos sentábamos y que hace varios años que ya no están allí, del mismo modo que reconozco en las casas de la izquierda los decorados de una geografía íntima que dejó de existir hace tiempo. Tampoco existen ya el extraño aparato que se levanta entre el segundo y el tercer árbol, y cuya naturaleza soy incapaz de precisar, ni los edificios que, al fondo, ocupaban el solar donde se levanta ahora un moderno bloque de viviendas. Sólo la iglesia permanece en el mismo lugar que ocupó siempre, como un testigo mudo de que el tiempo ha pasado para todos, un puente de coherencia entre aquellos tiempos que, de refilón, llegaron a ser los míos y éstos que me pertenecen ya del todo. Y es la nieve, a buen seguro el motivo fundamental por el que alguien decidió inmortalizar ese rincón en aquel preciso momento, la que ha sabido preservar esa mínima porción del paisaje de mi infancia, guardándolo durante años en silencio para devolvérmelo en esta noche fría y convertirlo en presente ante mis ojos, que lo recorren y lo escrutan con la convicción de que en alguno de sus detalles se cobija algo esencial que está a punto de perecer sepultado bajo la losa del olvido.

la foto (1)

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