La muerte de Alfonso Armada, el más que probable cabecilla de la conspiración golpista del 23-F, ha coincidido en el tiempo con un siniestro revival del imaginario franquista propiciado por un libro que pretende desvelar las claves de la vida sexual del dictador y adornado con los más pintorescos debates en torno a su vida, su labor y su legado que no han hecho más que poner de manifiesto la profundidad de las trincheras que empezaron a cavarse en la península el 18 de julio de 1936 y que nunca hemos conseguido cerrar del todo. Hace un par de semanas, en uno de esos programas nocturnos que se han puesto de moda los fines de semana, un tipo cuyo nombre no recuerdo se definía a sí mismo, no sin orgullo, como «franquista de toda la vida». Sólo unos pocos días atrás hemos sabido del fallecimiento del hombre que regentó durante décadas en Despeñaperros un bar que siempre estuvo engalanado con diversos oropeles preconstitucionales que él había dispuesto allí a mayor gloria del difunto general. Ni en uno ni en otro caso pareció asombrarse demasiado una ciudadanía que ha terminado por aceptar como normal lo que en cualquier otro país civilizado considerarían, siendo benévolos, una anomalía peligrosa.
Ni en Alemania ni en Italia se permiten, que yo sepa, los más mínimos guiños a las figuras de Hitler y Mussolini, y los seguidores que aún puedan tener estos lo son de forma clandestina y en ningún caso se les permiten apariciones públicas en medios de comunicación, muchísimo menos en la franja de máxima audiencia, si no es para protagonizar noticias en las que casi siempre intervienen como sujetos ominosos. Tampoco vi, en mi reciente viaje a Portugal, ninguna calle o plaza dedicadas ni a Salazar ni a sus acólitos. España, en cambio, no sólo se permitió ser dadivosa con el recuerdo de quien la había mantenido postrada a lo largo de cuarenta años, sino que dejó que los ministros del antiguo régimen se reciclaran y ocupasen cargos públicos en el recién estrenado marco democrático, como aceptó que continuasen en su sitio los numerosos recordatorios en los que se ensalzaban los méritos de los «mártires de la cruzada» al tiempo que se vilipendiaba, por medio del olvido o la indiferencia, a sus contrarios. Siempre he dicho que la glorificada Transición fue un proceso dolorosamente imperfecto, pero también reconozco que es fácil decir eso ahora, y que probablemente en su momento no fue posible llevarla a cabo de otra forma. Sin embargo, existe una falacia que no siempre se desmiente con la contundencia necesaria, y es ésa que asevera que, a la hora de apostar por la apertura hacia un modelo que nos asimilara al resto del continente europeo, todos los bandos ideológicos tuvieron que ceder en sus pretensiones por igual. No es cierto: unos cedieron más que otros, como se ha demostrado y nos demuestran cada vez con más ahínco quienes llaman «reabrir heridas» a lo que no es más que hacer justicia o defienden que Cuelgamuros continúe siendo un mausoleo faraónico de oprobiosa memoria en vez de un digno lugar donde todos podamos aprender de lo ocurrido y conjurarnos para que no vuelva a repetirse.
Un capítulo de En el estado, una de las novelas consideradas menores de Juan Benet, lleva por título «Fármaco con olor a vid», algo realmente extraño si se tiene en cuenta que, como bien apunta el profesor Francisco García Pérez en su portentoso estudio sobre la obra del escritor madrileño, no aparece en el texto ninguna clase de potingue que desprenda ese aroma. En realidad, el sintagma es un anagrama que, una vez resuelto, arroja la frase «Cómo olvidar a Franco», una pregunta que aún sigue sin respuesta en nuestros días, y que no podrá tenerla mientras en un canal de televisión aparezcan personajes que defiendan una herencia indefendible y se permitan injuriar a miles de muertos sin que nadie les llame al orden, ni nos rasguemos las vestiduras al comprobar que, en los albores del siglo XXI, aún hay gente que parece estar dispuesta a todo con tal de conseguir devolvernos al XIX.