Cuando era niño, tanto que ni siquiera tenía uso de razón, viví durante algunos meses en un pueblo sepultado entre montañas al que no había vuelto nunca. El azar quiso conducirme ayer, por primera vez, hasta sus proximidades, y aproveché una pequeña tregua del reloj para detenerme a pasear unos minutos por sus calles. No guardo memoria alguna de los meses que pasé avecindado en él. Sólo algunas viejas fotos que me muestran en los brazos de mi madre y en las que aquel lugar aparece como un suave telón de fondo. Nunca hubo nada allí que nos concerniera realmente ni a mí ni a los míos, y por eso nunca nos asaltaron ni la necesidad imperiosa de volver ni la tentación de revisitar viejas andanzas al calor de una nostalgia que sólo hubiese podido ser fingida.
Pero ayer, cuando el coche pasó junto al cartel que indicaba su presencia, no pude resistirme a parar. Era temprano, el termómetro marcaba cifras negativas y el pueblo aún no se había desembarazado del todo de las somnolencias del alba, así que tuve ocasión de caminar tranquilamente por unas calles desiertas a las que sólo alteraba el ruido del tráfico o el trajín de un par de cafeterías que se preparaban para abrir sus puertas. Ocupado en emprender una infructuosa prospección arqueológica entre las capas de mi propia memoria, pasé junto al riachuelo que atraviesa el centro del núcleo urbano, me detuve a fumar un cigarrillo bajo los arcos del ayuntamiento, miré a través de las cristaleras de los bares por ver si las escenas protagonizadas por los primeros parroquianos me traían alguna imagen extraviada en quién sabe qué rincón de mi conciencia y, por último, entré en una taberna antigua y algo destartalada a apurar un breve café antes de continuar el viaje. El ser humano, en ocasiones, es tan presuntuoso que piensa que siempre deja alguna huella en aquellos lugares por los que pasa, aunque sea de modo accidental. Yo no encontré en el pueblo un solo rastro de los seis o siete meses que viví allí. Ni siquiera fui capaz de reconocer alguno de los edificios que he visto varias veces en las instantáneas que mis padres conservan en los álbumes familiares. Me fui sin otra impresión que la de haber dejado pasar unos minutos en un lugar silencioso y bonito, pero en absoluto vinculado a mi biografía. Convencido de que, a veces, el pasado también adopta la forma de un país remoto en el que no podemos dejar de sentirnos extranjeros.
Me encantó esta entrada, Miguel.
No sé por qué, pero algo tienen los pueblos del «far west» que incitan a la desmemoria, al menos, de quienes no somos de allí como es mi caso. Supongo que álguien de la Pola de Allande -o de Boal, pongo por caso- pensará lo mismo de la de Laviana.
No sé si por esas calles de las que hablas vagaría también la sombra de Camus. De todas formas, personalmente me parece que nunca dejamos huella -como tú dices- en los sitios en los que vivimos, pero si creo estar seguro de lo contrario, de la huella que dejan los lugares en nosotros -por pequeña que sea-, si me permites, porque sin querer y sin saber cuándo ni cómo, suele transformase en una nostalgia, a veces, inventada que crece proporcionalmente con el paso del tiempo. De hecho, una cosa que me llama la atención de tu relato es el que te hayas parado allí precísamente, a buscar y, sobre todo, que lo hayas escrito tan bien como lo has hecho.
Un saludo.