Mi amigo Miguel Mingotes me ha hecho un regalo excepcional. Se trata de una de las intervenciones fotográficas que vertebran buena parte de las exposiciones que ha venido celebrando en los últimos años y que también publica, semanalmente, en prensa. La obra que ha querido dejar en mis manos pivota sobre una de las fotos más conocidas y reconocibles de Fernando Pessoa, aquélla que muestra al poeta paseando solitario por una calle de la Baixa, no se sabe si yendo o volviendo del café Martinho da Arcada, que aún sigue abierto en los soportales de la Praça do Comércio. Bajo la imagen, una simple palabra, Lispoeta, alcanza a definir con proverbial exactitud el significado más íntimo del personaje al que retrata.

Pessoa, como el París de Vila-Matas, no se acaba nunca. Resulta curioso que un hombre que apenas llegó a salir de su país fuese capaz de pergeñar una obra tan monumental e inabarcable como para encerrar en sí misma todos los mundos posibles, condensados en la esencia de una ciudad que está alejada de todos los epicentros planetarios pero pegada al océano, y que, tal vez por esa razón, sabe ser discretamente cosmopolita. Quizás porque su vida fue rutinaria y poco o nada envidiable, Pessoa se inventó a otros poetas distintos a él que terminaron siendo más él que él mismo. El Alberto Campos de «Tabaquería», el Bernardo Soares del Livro do Desassossego, el Ricardo Reis de las odas de regusto clasicista, son parte de Pessoa como Pessoa es parte de Lisboa y Lisboa es, gracias a su obra, parte de todos los que le hemos leído y visitamos esa ciudad en busca de sus huellas. Quizás por eso a mí me gusta tanto esa capital hermosa y decadente anclada a orillas del Tajo. Uno de esos lugares por los que uno, no sabe muy bien por qué, nunca deja de sentir nostalgia.