En el verano de 1935, el poeta Luis Cernuda pasó unos días en Santiniebla. De aquella estancia, documentada hace unos meses por el periodista Chus Neira en un amplio y magnífico reportaje, surgió un relato que yo leí en un volumen publicado por la editorial Renacimiento a principios de este siglo y que, aunque constituye una obra menor dentro del portentoso corpus cernudiano, consigue dibujar una de esas fascinantes atmósferas que no despreciaría el mejor Poe. Santiniebla era, en palabras del escritor, un lugar inhóspito, sometido a las inclemencias de un clima devastador y aquejado de la soledad mortecina y rutinaria de las provincias remotas. Se sabe que Cernuda, que escribió el cuento dos años después de visitar el pueblo, no regresó jamás a Santiniebla. Se intuye, con la lectura de su texto, que las jornadas que pasó allí no sólo no le resultaron memorables, sino que quedaron almacenadas de inmediato en ese rincón de la memoria donde encerramos todo aquello que preferiríamos olvidar.
He sido yo quien, hace un par de días, he visitado Santiniebla, ese pequeño caserío que, tantas décadas después, sigue «caído como un pájaro enfermo sobre una oscura colina que avanza hacia el mar». Paseé durante unos minutos por sus calles desiertas, contemplé los viejos palacios semiderruidos que se van dejando ver, como apariciones espectrales, a la vuelta de cualquier esquina, y me dejé seducir por el aire decadente de la plaza encaramada en el vértice más alto del callejero, un pequeño rectángulo que preside el coqueto edificio del viejo casino y que acaso sea el único rincón en el que Santiniebla se ha permitido guardar un vago recuerdo del esplendor que pudo tener en otro tiempo. He visto el edificio del antiguo hotel Guerra, en el que se alojó el poeta, pero allí ya no se admiten huéspedes y sus puertas estaban tan clausuradas como el resto del pueblo. Ni una sola persona se cruzó conmigo durante los tres cuartos de hora que dejé pasar mientras deambulaba sin rumbo por las callejuelas de pendientes endiabladas, bajo un cielo ceniciento que ya presagiaba los rigores de ese invierno que aguarda. La bruma vespertina, prolegómeno de una noche gélida y propicia a las tormentas, difuminaba cuando me fui los contornos de la ría. Ya no sonaban allí notas de Beethoven ni se convocaban estrambóticos congresos de evangelización intelectual. Da la impresión de que, desde hace muchos años, en Santiniebla, tierra ignota y fronteriza, sólo anida ya el silencio.