Había madrugado mucho para aprovechar las primeras horas del día antes de que el reloj me obligara a emprender mis obligaciones laborales, y estaba regresando ya al hotel cuando me los encontré de improviso. Sancho y don Quijote, don Quijote y Sancho, contemplaban encaramados a un pedestal de hormigón el perfil de la vieja Bruselas y también el estupor que me invadió al verlos allí, en el límite de una plaza grisácea y desolada que luego supe que llevaba el nombre de España; aislados del bullicio que domina las zonas álgidas de la capital de Europa; solitarios bajo un cielo encapotado y hostil que aún no había sabido desprenderse de las tinieblas de la noche.

Sonreí como sonríe uno siempre que se tropieza con dos buenos amigos, y me alegró que fuesen ellos los encargados de representar a mi país en el espacio del que provienen últimamente nuestras peores pesadillas. Me pregunté, entonces, cuál será, en el futuro, el icono que definirá esta triste época nuestra. No fui capaz de hallar una respuesta, pero sí de aventurar que no será el ministro ex-ludópata y beatón que quiere otorgar rango de ley a sus manías persecutorias, ni la alcaldesa no electa cuyo único mérito radica en el feliz matrimonio que contrajo hace tiempo con alguien que mandó mucho, ni el antiguo sociólogo ávido por descatalanizar y catolizar en idéntica medida. Nunca hicieron nada por la patria quienes tanto gustan de llenarse la boca con su nombre. Siempre suelen ser los otros, los a menudo repudiados y tildados alegremente de traidores, quienes acaban por enaltecerla porque son quienes con más claridad vislumbran y nos muestran el camino. Igual que don Quijote nos enseñó, hace ya más de cuatrocientos años, que a veces uno sólo  puede estar realmente cuerdo si, a la hora de la verdad, se decanta por la locura.