Grand Place

La he visto con las luces más madrugadoras del alba, cuando sólo la habitaba el tráfago rutinario y algo hostil de los camiones de reparto, y también con el atardecer y en esos instantes ya algo canallas que preceden a la medianoche. He visto cómo la luz moldeaba los contornos de sus bellísimas fachadas, y por eso puedo decir que la Grand Place es uno de esos lugares que poseen la extraña cualidad de embrujar al visitante hasta abducirlo. De despojarle de su condición de forastero para instalarle en la convicción de que él también puede llegar perfectamente a formar algún día parte de ella. De que entre sus cuatro esquinas tiene cabida cualquiera, porque hay lugares que sólo son patrimonio de sí mismos y, en consecuencia, saben bien cómo evitar la aburridísima monserga de los himnos y las patrias.

Las ciudades no son entes autónomos ni aislados. Hay secretos pasadizos del alma que las conectan, mecanismos que nos conducen de una a otra sin más herramienta que la memoria y con el recuerdo como único combustible. Yo entré por primera vez en la Grand Place y por un momento creí encontrarme en la plaza Mayor de Salamanca, en una de aquellas gélidas mañanas de invierno en las que tenía que atravesarla para acudir a clase. Pero en cuanto me di la vuelta y adopté una nueva perspectiva, se convirtió en la plaza del Rossio, esa encrucijada de la que parten todos los caminos lisboetas, o acaso en la parisina Place des Vosges, en la que uno también puede pasar la tarde entera sintiendo que el tiempo es un aliado y no el adversario que aguarda, impasible, para doblegarlo. Mientras admiraba los ornamentos de las fachadas, tan hermosos y perfectos que casi parecen cosa de magia, y rodeaba la imponente filigrana gótica del edificio consistorial, sentía el mismo estremecimiento que experimenté cuando tuve por primera vez ante mis ojos la catedral de Notre Dame, o en la ocasión en que conseguí colarme, tras varios intentos frustrados, en el interior de la pluscuamperfecta iglesia de Santa Clara, en Oporto. Paseando por la Grand Place no me sentí un extranjero, porque ella misma era todos los lugares que evocaba mientras la recorría, escenarios en los que disfruté y fui feliz y que se reunían para reencontrarse conmigo en este confín del mundo que es el compendio de todos ellos y no se parece a ninguno, y que condensa en unos pocos metros cuadrados el fulgor que desprende toda la belleza del mundo.

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