Hemos llegado a Bruselas a unas horas que en España aún serían tempranas, pero que aquí marcan el momento del primer toque de retirada. Nos hemos desplazado desde el aeropuerto a la estación central, y luego hemos venido caminando desde allí hasta el hotel. Un trayecto de tres cuartos de hora en el que la noche prematura sólo nos ha permitido entrever contornos difusos del perfil de una ciudad convertida, por esos confusos caprichos de la geopolítica, en el corazón administrativo del viejo continente.
Nos hospedamos en lo que llaman el Barrio Europeo, un conjunto de manzanas de pequeñas viviendas, un poco a lo Little Italy, que en las últimas décadas han visto cómo usurpaban sus dominios los enormes y ampulosos edificios que cobijan las sedes de los organismos de la Unión. Por las calles de alrededor hay restaurantes italianos, japoneses, griegos, pakistaníes, que tratan de insuflar a todo esto un carácter irremediablemente desmentido por los orgullosos rascacielos que hacen sombra a las viejas cuadras de vecinos. Es extraña esta ciudad: uno siempre piensa en viajar a París, a Londres, a Roma, a Ámsterdam, pero rara vez se acuerda de Bruselas. Yo mismo recordé esta tarde, en el avión y sin que viniese a cuento, que en alguna de estas calles nació Julio Cortázar, igual que vinieron a mi memoria, en estos días pasados en los que pasé muchas horas mentalizándome para emprender el viaje, el hecho de que Marx y Baudelaire estuvieron exiliados en esta capital, y los ecos del gran poema que sobre ella escribió mi amigo José Luis Argüelles, que me ha recomendado que visite la terraza del hotel donde pergeñó aquellos versos. Siempre es excitante descubrir una ciudad que no se conoce, pero lo es mucho más cuando se llega a ella movido no por la voluntad, sino por los más arbitrarios designios del azar. Mañana, cuando las primeras luces del alba iluminen el Boulevard Charlemagne, habrá unas calles desconocidas aguardándome al otro lado de las ventanas de mi cuarto. No conozco mejor invitación a la aventura.