Creo que nos conmovió a todos Berta Piñán cuando ayer, en la ponencia con la que clausuró los encuentros literarios organizados con motivo del vigésimo aniversario del premio Asturias Joven, relató una anécdota protagonizada por su alumno Ismael, estudiante del cuarto curso de la ESO aquejado del síndrome de Asperger, quien interrumpió una lectura de textos de poetas románticos con una de esas preguntas que asustan por la insondable profundidad que se agazapa bajo su aparente sencillez:«Profesora, ¿qué es lo que tenemos que sentir exactamente cuando leemos poesía?».
Si uno cogiera ese interrogante de Ismael para desmontarlo, darle la vuelta y extrapolarlo a un ámbito mayor, se encontraría con la cuestión que más de una vez nos planteamos los propios escritores y que en algunas ocasiones, ciertamente incómodas, nos preguntan otras personas, condenadas sin remedio a escuchar una explicación vaga e imprecisa que nunca llegará a satisfacer sus intereses. «¿Para qué escribes?», me preguntó hace tiempo un buen amigo. Yo no supe qué decirle, acaso porque es precisamente en la labor de despeje de esa incógnita donde residen las claves de este oficio.