La decisión del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte por la cual ha quedado extinguido, hasta nueva orden, el Premio Nacional de Traducción es sólo una muesca más en el revólver del desprecio con que tradicionalmente se viene tratando a un oficio que nunca acaba de gozar del prestigio que merece. Por no sé qué extraña razón, cuesta tener en cuenta que la de los traductores es una labor impagable, en tanto que son ellos quienes nos abren las puertas por las que accedemos al pensamiento de aquéllos cuya obra, por estar escrita en otro idioma, nos resultaría absolutamente ajena de no mediar entre ella y nosotros la participación de un gremio necesario y normalmente comprometido por su tarea.
Puede entenderse, aunque de mala manera, que el grueso de los lectores y ciertas instituciones sean incapaces de entender este extremo. Lo que resulta intolerable es que también las propias editoriales –no todas, conviene aclararlo– lo desprecien de un modo inverosímil. Siempre cuento que, allá en mi primera juventud, sentí una fortísima animadversión hacia la obra de Kafka tras leer una traducción realmente mala de La metamorfosis que adquirí en un mercadillo de libros de ocasión. Estoy leyendo ahora un ensayo que, según los créditos, ha sido traducido a seis manos y en el que no dejan de sucederse gruesos errores gramaticales y lingüísticos. Fallos insalvables que obstaculizan y dificultan la lectura y hacen que uno pase las páginas más pendiente de las meteduras de pata que le irán saliendo al paso que de lo que va relatando el texto, en el cual se incumple reiteradamente aquel sencillo mandato que dejó escrito Valentín García Yebra: «No omitir, no añadir, no adulterar». A uno no le queda más remedio que preguntarse cuánto habrán cobrado esos traductores, en qué condiciones habrán tenido que desarrollar su trabajo, quién y cómo los ha contratado, qué extraño sentido de la edición ha llevado a que nadie revisase su labor antes de enviar el libro definitivamente a la imprenta. «Sin traducción habitaríamos provincias lindantes con el silencio», dejó dicho George Steiner, pero lo contrario del silencio no debería ser necesariamente el ruido.