Me he tropezado con una palabra, «titirimundi», cuyo significado desconocía, y aunque en este caso, como en otros muchos, su sentido podía deducirse del contexto, he acudido al diccionario para conocer su definición exacta. He sabido así que el titirimundi era un cajón que se llevaba por las calles para diversión de la gente y en cuyo interior había o bien un cosmorama portátil o bien una colección de figuras en movimiento. Un rústico antecedente del cine y la televisión que los feriantes transportaban por los pueblos para glosar ante sus inquietas audiencias las glorias históricas o recientes de la nación mediante el relato de los que ellos entendían como sus hitos más significativos. Un instrumento, en suma, con el que los titiriteros materializaban y propagaban su percepción del mundo entre unas gentes que apenas podían ver más allá de las murallas que cercaban sus ciudades.
Hace tiempo que los medios de comunicación vienen afianzando su condición de titirimundis. Lo fueron siempre, porque cualquiera que se dedique al periodismo sabe que la objetividad es imposible y que un mensajero sirve, en mayor o menor medida, a un determinado patrón. Sin embargo, tengo la impresión de que hasta hace sólo unos pocos años se esforzaban por disimular esa condición espuria y mantenían una apariencia de servicio público que les llevaba a ocuparse, realmente y aunque sólo fuese de un modo marginal, del que debería ser su objetivo irrenunciable: el de trasladar a la ciudadanía toda la complejidad del mundo y proporcionarle unas cuantas claves con las que sacar conclusiones. Hoy es difícil abrir un periódico o encender la televisión sin vernos sometidos a una constante sesión de adoctrinamiento en la que ya no se trata de contar lo que ocurre y propiciar algunas reflexiones fundadas, sino de trasladar la visión que cada medio entiende como más ajustada a sus veleidades empresariales para que quienes están al otro lado la acaten y la defiendan hasta las últimas consecuencias. Como si todo se hubiese convertido, de pronto, en una gran trinchera en la que estuviéramos obligados a empuñar el fusil y disparar contra quienes están enfrente. Como si todos estuviésemos descubriendo que lo importante nunca fue llegar a la verdad, sino inventar la razón que más se ajustara a nuestros intereses, o a los de aquéllos en quienes queremos creer, para convertirla en un baluarte que nos proteja de los asedios de la lógica y nos instale en un rincón cálido y confortable desde el que regodearnos en nuestra propia irracionalidad.