Hace mes y medio, entré en una buena librería para comprar un libro. No lo tenían, pero la dependienta, muy amable, me dijo que podía pedirlo a la editorial y avisarme por teléfono en cuanto se incorporara a sus fondos. Después de quince días sin tener noticia alguna, volví a pasar por allí. «No ha llegado», me informó la misma mujer que me había atendido la vez anterior, «y teniendo en cuenta que se trata de un libro que ya es bastante antiguo, no sé si la propia editorial dispondrá aún de ejemplares». Le expliqué que no podía ser tan antiguo como ella decía, que yo recordaba los artículos de prensa que habían informado de su publicación, y también dos o tres críticas que se habían hecho eco de su lanzamiento en varios suplementos culturales. «Sí, sí que lo es», respondió ella mientras consultaba una ficha en su ordenador, «aquí pone que es del año 2004».
Basta una década para que algo se vuelva completamente obsoleto, para que no haya forma de conseguirlo si no es fiándolo todo al azar de las almonedas. Hasta el accidente del Prestige, que tanto nos impactó y nos dolió y cuyas consecuencias fueron desastrosas para toda una comunidad autónoma, se ha quedado reducido a la nada, a un vago recuerdo que sólo debe interesar a quienes lo padecieron directamente y en el que, por lo que se ve, nadie tuvo ninguna responsabilidad. Diez años no son nada para un libro. Muy pocas de las grandes obras maestras de la literatura habrían llegado a nuestros días si, en su época, se les hubiese concedido tan exiguo plazo para acaparar el favor de los lectores. Pocas películas clásicas conoceríamos si se les hubiese otorgado un periodo en cartera tan breve como los que tienen que padecer los largometrajes de hoy en día. Me pregunto, a veces, dónde queremos ir con tanta prisa. Por qué creemos que nos será más halagüeño el porvenir si por él llegamos incluso a sacrificar nuestro presente.