Se me ha abierto esta mañana la inesperada perspectiva de un viaje inminente que tendré que hacer por vía aérea, y sin poder evitarlo he vuelto a sentir ese nudo que se me forma en el estómago cada vez que se vislumbran por el horizonte los aviones –hay una canción de Andrés Calamaro que escuché mucho en una etapa de mi vida y que se titula así: «Los aviones»– y que sé que me acompañará hasta mi regreso. Me da miedo volar, y ese pánico me impide conocer lugares que me gustaría visitar; pero, aun siendo consciente de las limitaciones que acarrea, nunca he sido capaz de encontrarle freno, por mucho que quienes me rodean se esfuercen en aplacármelo. Hace unos días, leí que a Antonio Machado le daban auténtico pavor los perros. Supongo que cada cual está obligado a caminar con sus propios condicionantes, y que no queda otro remedio que acostumbrarse a los que a cada cual le van tocando en suerte.
Tampoco es que me agraden los aeropuertos. Hace unos años, tuve que pasar cuatro horas enclaustrado entre los muros de la terminal cuatro de Barajas, a la espera de que despegase el avión que tenía que llevarme hasta la isla de Las Palmas. Entonces aún se permitía fumar en esos espacios, y de cuando en cuando aliviaba mi temor y mi cansancio en las smoking rooms habilitadas a lo largo de aquel espacio interminable, un purgatorio de pantallas de colores y transeúntes apresurados contra el que no podía rebelarme. En una de ellas, mantuve una breve conversación con un viajero que, igual que yo, se encontraba atrapado en aquella suerte de limbo entre dos mundos y que fumaba parsimonioso, sabedor de que le quedaban muchas horas antes de desembarcar en su destino definitivo, que creo recordar que era Sidney. «Los aeropuertos son el único territorio franco que nos queda», me dijo antes de irse, mientras estrujaba la colilla en el cenicero. Yo me quedé mirando cómo anochecía al otro lado de los cristales, mientras los aviones entrantes y salientes iban escenificando su particular coreografía, deseando que terminara cuanto antes aquel forzado lapso de ostracismo, pero anhelando, al mismo tiempo, que se retrasase lo indecible el instante en que debería abandonarlo para enfrentarme, una vez más, a mis demonios.