Con todo esto de la doctrina Parot, y aunque no tenga realmente mucho que ver, he recordado una anécdota cuyo protagonista es Mario Benedetti y que a mí me contó, hace algunos años, Luis García Montero. El episodio ocurrió a mediados de la década de los ochenta, cuando el poeta granadino y el escritor uruguayo coincidieron en algún acto o banquete que se celebraba en no recuerdo qué lugar de Sudamérica. En su mesa estaba también un individuo que representaba a la institución abanderada de la delegación española en aquel periplo al nuevo continente. Era un tipo peculiar, que tras militar durante su juventud en las filas etarras y experimentar después diversos vaivenes ideológicos había acabado por ocupar un cargo de confianza dentro de un partido más proclive a los gráciles revoloteos de las gaviotas que a furibundas veleidades independentistas.
Ocurrió que, en un determinado momento de la cena, el mencionado individuo comenzó a hablar de su etapa junto a los terroristas vascos y, como quien no quiere la cosa, tiró de su antiguo manual ideológico para ponerse a justificar el atroz asesinato de Yoyes. García Montero relataba cómo, en ese instante, todos los que se sentaban a la mesa enmudecieron, y que durante largos minutos tan sólo se escucharon las palabras con las que aquel tipo intentaba, con toda la prosapia del mundo y no poca desvergüenza, defender lo indefendible. Cuando finalizó el parlamento exculpatorio, se abrió un denso silencio que sólo se rompió cuando Benedetti, que estaba en una esquina con mirada lacrimosa, no se sabe si a causa del alcohol o de la tristeza, abrió la boca para decir con una voz muy tenue, casi un susurro: «Pero hombre, eso no… Matar a una compañera… Qué feo».