Narciso y la lechera

Cuenta el mito que Narciso, tras rechazar a cuantas ninfas y doncellas suspiraban por sus amores, fue castigado por la diosa Némesis con un sofisticado maleficio que le hizo enamorarse de sí mismo al ver su propia imagen reflejada en una fuente. El final es bien sabido: embelesado en la contemplación de su rostro, Narciso se arrojó al agua y pereció ahogado, dejando su final como recuerdo el germen de una hermosa flor que fue llevando su nombre de siglo en siglo. Puede que alguna llegara a olfatear la lechera del famoso cuento, aquella joven tan ingenua como ambiciosa que, mientras se dirigía al mercado, fantaseaba con todo lo que podría hacer con el dinero que le iban a dar por la jarra de leche que transportaba sobre su cabeza. Como estaba más atenta de sus nubes particulares que del suelo que pisaba, un traspiés inoportuno destrozó la jarra, derramó la leche y echó al traste las expectativas improbables a las que la buena mujer estaba fiando su futuro.

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De fiesta

No entendí eso de la fiesta de la democracia hasta que la última noche electoral me cogió en Madrid y unos amigos me arrastraron con ellos hasta las puertas del Toni 2, ahí en la calle del Almirante. Eran ya las tres y pico de la madrugada del lunes, pero aquello estaba tan concurrido como el metro de Sol en la hora punta de un día laborable. Nos acomodamos en un sillón del fondo, cerca de una señora tan vieja que parecía la momia de Celia Gámez. El pianista atacó unos acordes y la concurrencia estalló en una algarabía tabernaria. Por la calle de Alcalá, con la falda almidoná, y los nardos apoyaos en la cadera. Ni mis amigos ni yo habíamos ganado las elecciones, pero allí dentro tuvimos la impresión de que acabábamos de ganar la guerra civil. Dos o tres horas después paré un taxi junto a la Cibeles y cuando el taxista me preguntó a dónde quería ir, yo le respondí muy serio que al exilio. Al día siguiente, otro amigo me contó que había pasado la noche donde la plaza del Reina Sofía, en el aquelarre de Podemos, y que la gente saltaba y coreaba sin saber muy bien si estaba asaltando el cielo o llamando a las puertas del psiquiatra. Teníamos los dos la confusión propia del que baja a comprar tabaco, decide tomarse una cerveza en el bar que queda junto a su casa y termina viendo amanecer en el banco de cualquier parque, mientras la noche se desvanece y la memoria emprende la reconstrucción de unas horas en las que cualquier convención, también la de la verosimilitud, quedó radicalmente suspendida. Que la flor que usted me da, con envidia la verá, todo el mundo por la calle de Alcalá.

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Querida Esperanza

Dos puntos. Al principio creí que se trataba de un error. En primer lugar, porque no te conozco de nada, pero también porque vi que te dirigías a tu madre y a tu padre y yo aún no he tenido descendencia. Al cabo de unos minutos, aguantando el tipo, alcancé el párrafo en el que explicas que tu carta llegará a todos los hogares españoles a fin de que el país entero (o la patria toda) comparta tu epifanía. Comprobé entonces con alivio que no es que el insaciable régimen del 78 haya corrompido también el servicio de Correos, sino que tú misma has decidido amplificar los ecos de tu prosa aprovechando que andamos en campaña y que las subvenciones electorales, al fin y al cabo, están para gastarlas. Con cariño te lo digo, Esperanza, querida: no ha sido tu mejor idea. No dudo que seas buena chica, ni tengo por qué pensar que finges esa nostalgia tan arrebatada que te hace añorar España a cada paso que das por la City, pero a menudo la línea que separa el sentimentalismo de la pornografía es más fina de lo que pensamos, y tú en tu escrito la cruzas de un lado a otro varias veces. Ten cuidado: algunos padres lo soportan todo, pero los desconocidos tendemos a ser implacables.

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Patria

Lo apuntaba el otro día Manuel Rico: hacía tiempo que en las esferas de la cosa pública no se escuchaba la palabra «patria» con la insistencia y el fervor con la que nos la han venido repitiendo últimamente. El amor a la patria es el único recurso que queda disponible cuando fallan o se agotan todos los demás, y esconde bajo su enunciación el propósito perverso de implantar por decreto aquello que, en buena ley, debería ser cuestión de cada uno. Benito Jerónimo Feijoo, que atendió a los primeros soplos ilustrados desde su celda en el monasterio de San Vicente, buscó en los hombres aquel amor a la patria que tan celebrado halló en los libros y únicamente encontró «un afecto delincuente que, con voz vulgarizada, se llama pasión nacional». George Bernard Shaw definió el patriotismo como «el convencimiento de que tu país es superior a los demás porque tú naciste en él», mientras que para Bertrand Russell no era más que «la disposición de matar y dejarse matar por razones triviales». El general Patton, más pragmático, supo expresarlo con elocuencia: «Se trata de conseguir que otro desgraciado muera por su país antes de que consiga que tú mueras por el tuyo»; fue más o menos lo mismo que vino a decir Bolívar cuando dictaminó: «Formémonos una patria a toda costa, y todo lo demás será tolerable». A Jorge Luis Borges le pareció siempre la menos perspicaz de las pasiones. Quevedo, que vio los muros de la suya venirse abajo con estrépito, fue clarividente: «El amor a la patria siempre daña a la persona». No es una apreciación banal. Cada vez que en el plano político se ha esgrimido la palabra «patria», solía haber alguien detrás sujetando una pistola.

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El corazón

A la confluencia entre Izquierda Unida y Podemos la define un corazón. El corazón va en la «O» de «Unidos», que es el término que en el mestizaje corresponde a la parte débil de la pareja. Nada raro en estos casos: es quien menos tiene quien más entrega ha de mostrar a fin de que nadie piense que la repentina pasión esconde bajo sus pliegues los prosaicos tejemanejes de cualquier matrimonio de conveniencia. Los corazones son tan elocuentes que muchas veces constituyen un arma de doble filo. Alguna vez, en el instituto, uno recibía varios dibujados en un mensajito que le remitía la chica guapa de la clase y se ponía estupendo sin reparar en que lo que realmente pretendía la susodicha era poner celoso al tío cachas, que solía vigilar la escena con cara de a mí me importa todo menos que una mierda pero ya ajustaremos cuentas en el patio. El amor, y la primavera, avivan las bajas pasiones, y en el corazón confluyen las vertientes más inextricables del cuerpo y el espíritu. «En tanto que de rosa y azucena / se muestra la color en vuestro gesto, / y que vuestro mirar ardiente, honesto, / enciende el corazón y lo refrena», le escribió a su admirada Isabel Freire el poeta Garcilaso, que buen caballero era, por más que ella se dedicara a darle insistentemente calabazas.

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