Hace una década escribí uno de los reportajes que recuerdo con más cariño. En el año 2004 se abrió a la circulación el tramo de la autopista A-6 que conectaba la localidad leonesa de Onzonilla con la zamorana de Benavente, lo que suponía para los habitantes de los territorios norteños un cierto ahorro en la duración de sus desplazamientos a Madrid. La noticia, como era de prever, se acogió con entusiasmo e hizo correr ríos de tinta que encontraron el cauce propicio en decenas de artículos periodísticos que insistían en los mismos argumentos: el nuevo vial permitía jubilar al viejo, una carretera nacional estrecha y descuidada en la que solían apelotonarse los camiones que transportaban mercancías formando caravanas lánguidas y eternas en el epicentro de la infinitud castellana, y casaba bien con el espíritu de unos tiempos en los que se trataba de ir siempre más deprisa, de estar cada vez más a la última, de no perder comba en el acelerado salto a esa modernidad en la que creímos hallar el filón de todas nuestras quimeras.
Seis meses después de la apertura de aquel flamante segmento de asfalto, el fotógrafo Joaquín Pañeda y yo nos subimos en un coche y fuimos a recorrer la antigua carretera. El periodismo sólo consiste, y no es poco, en contar lo que ocurre, pero adquiere una nueva dimensión cuando lo que cuenta es algo que pasaba inadvertido y que el periodista descubre en el momento en que se enfrenta a ello con la intención de relatárselo después a los lectores. En aquel viaje, Joaquín y yo cogimos el consabido desvío en Onzonilla y comenzamos a rodar por un itinerario que yo conocía bien —no mucho tiempo atrás, en realidad uno o dos años, aún vivía en Salamanca y repetía con frecuencia ese trayecto cada vez que el calendario me regalaba un puente o un paréntesis vacacional— y en el que, en esa ocasión, me costó reconocer los enclaves que tantas veces había visto desfilar al otro lado de la ventanilla del autobús. La carretera estaba, literalmente, vacía, y no había en ninguno de los pueblos que se alineaban en sus orillas indicio del menor movimiento, como si alguna veleidad apocalíptica hubiese despojado de ellos toda señal de vida. Nos detuvimos en un restaurante de paso en el que yo me había detenido más de una vez en mis viajes anteriores, y el propietario nos explicó que llevaban ya un trimestre en números rojos y que, de seguir así la cosa, no tardarían en cerrar. Paramos, unos kilómetros más allá, en una tienda de antigüedades que solía instalar ante su puerta una armadura que inevitablemente llamaba la atención de los viajeros que se dirigían al meollo peninsular. Su dueño nos contó que todo era una ruina, que llevaba varias semanas sin ingresar ni un solo euro, que comprendía que la autopista estaba muy bien y era muy útil, pero que a la hora de ensalzar sus ventajas nadie había pensado en los inconvenientes que podía acabar dejando a sus espaldas. A la entrada de una pequeña aldea, un anciano que descansaba apoyado en un bastón nos señaló la A-6, que se perfilaba a lo lejos como una serpiente satisfecha tras haber saciado su apetito voraz, y nos dijo que desde su inauguración el pueblo donde vivía se había quedado sin un resquicio de vida: ya no se detenían viajeros a comprar agua ni bocadillos, ya no paraba nadie a ojear las mercancías de las tiendas, ya no se veía a extraños dar breves paseos con los que ventilar el cansancio propiciado por las horas al volante. Cuando, ya al caer la tarde, llegué a la redacción y me puse a escribir el reportaje, lo primero que hice fue ponerle título. Vía muerta, escribí en la caja de texto destinada al encabezamiento. Luego, mientras transcribía las palabras que había escuchado a lo largo de la jornada y veía otra vez, en las fotografías, los rostros de aquellas personas desahuciadas por el progreso que me habían hecho partícipe de su tragedia, no pude evitar preguntarme si realmente habíamos comprendido bien el sentido de ese concepto al que todos nos referíamos con la soltura con que se recitan las preposiciones o la tabla de multiplicar. Si, a fin de cuentas, íbamos a ser una sociedad más avanzada sólo por el hecho de llegar diez minutos antes a un lugar en el que probablemente nadie esperará nada de nosotros hasta diez minutos después.