Hace justo un año, tras el descarrilamiento del tren de Angrois, publicaba Antón Losada un artículo vertebrado en torno a «Longa noite de pedra», el hermoso poema de Celso Emilio Ferreiro cuyos versos resuenan en la memoria con cadencia de salmo o letanía. «O teito é de pedra. / De pedra son os muros / i as tebras. / De pedra o chan / i as reixas». Yo leí ese poema hace mucho tiempo y lo tuve olvidado hasta que, unos pocos años atrás, visitamos Santiago de Compostela y nos fue dado presenciar desde la ventana del hostal donde dormíamos el parsimonioso encendido de las luces que cada noche iluminan la fachada del Obradoiro. «As portas, / as cadeas, / o aire, / as fenestras, / as olladas, / son de pedra». El espectáculo era sencillo e inquietante al mismo tiempo. A esas horas a las que el cielo empieza a echar el telón, con una brisa fresca alegrando los aires de aquel octubre caluroso, las piedras de la catedral, del claustro, del palacio de Gelmírez, se maquillaban con luz dorada para dar su bienvenida a la noche y servir de faro o antorcha a los peregrinos que aún tenían que conformarse con vislumbrar la ciudad desde el Monte do Gozo.
Recordé aquella noche compostelana y los versos de Ferreiro cuando supe del accidente ferroviario y me gustó encontrar, al día siguiente, aquel texto en el que Losada llegaba a la misma asociación de ideas. «Os corazós dos homes / que ao lonxe espreitan, / feitos están / tamén / de pedra». Unos días después, de camino a Portugal, hicimos una breve parada en Santiago. Pocas ciudades atesoran tanta magia, tanta vitalidad, tanta alegría bulliciosa y esperanzada, como este lugar donde los antiguos quisieron encontrar el fin del mundo. Sin embargo, no había nada de eso aquella tarde: el cielo encapotado no era sinónimo de protección, sino de desamparo, y de la Rua do Vilar a la plaza de las Platerías discurría una corriente de tristeza que lo empapaba todo, también las piedras impertérritas que soportaban el chaparrón desde su estoicismo milenario. En el Obradoiro, prendidas a las rejas que cierran el paso a la monumental escalera cuyos peldaños conducen al Pórtico de la Gloria, había decenas de muestras de luto por los muertos del Alvia, eternos romeros sin destino caídos a las puertas de la ciudad soñada. «I eu, morrendo / nesta longa noite / de pedra». Esa misma noche, en el transcurso de un breve paseo por Vigo, encontramos de casualidad la casa en la que Ferreiro exhaló su último suspiro, no mucho después de que regresase del exilio al que le había abocado otra larga noche de piedra.