Quino dibujó a Mafalda y Mafalda, niña de tinta, se juntó con sus amigos para dibujarnos a todos nosotros al tiempo que retrataban su propia época desde su perspectiva de clase media-baja a la argentina, lo que es tanto como decir desde el último resquicio de uno de los rincones más alejados del tablero en el que se dilucidaban las grandes jugadas que orientaban el devenir del mundo. Ha pasado desde entonces medio siglo, media vida, y ha llovido tanto que nos sorprende regresar a esas viñetas y encontrar en ellas más verdad y más frescura que las que podremos vislumbrar en los fárragos con que pretendidos gurús de aquí y ahora intentan echar luz sobre la oscurísima sombra de nuestra contemporaneidad. Hay en las obsesiones mercantiles de Manolito, en las neurastenias de Felipe, en la inocencia de Guille, en las vilezas de Susanita, en las soflamas ingenuas de mi tocayo Miguelito, en las apostillas escépticas de Libertad (tan chiquita), todo un sistema de pensamiento en torno a los entresijos de la naturaleza humana que pone en evidencia nuestros terribles claroscuros sin perder ocasión de ponderar, en muchos casos simultáneamente, las no demasiadas cosas que nos dignifican y nos permiten estar en paz con nosotros mismos como especie.
Hace unos años tuve ocasión de conocer a Quino. No se dejó entrevistar ni logré compartir con él más que unas pocas palabras, pero la preparación de aquel encuentro me sirvió para constatar que no sólo había unas cuantas tiras de Mafalda que me sabía de memoria, sino que a menudo vengo empleando frases pronunciadas bien por ella o bien por alguno de sus compañeros de pandilla para parodiar determinadas situaciones de la vida cotidiana o para expresar, exactamente igual que hacían ellos, mi descontento o mi acuerdo o mi alegría ante ciertas cuestiones, a veces también para hacer reír a las personas a las que quiero. Recuerdo que en la tarde de su llegada, durante su primera comparecencia ante los medios, alguien le pidió a Quino que dibujase a Mafalda en una pequeña pizarra que habían instalado a sus espaldas. Él emitió un leve bufido de cansancio, pero enseguida se levantó —era, y supongo que lo seguirá siendo, un hombre extremadamente educado y complaciente— y se colocó ante el lienzo en blanco. Cuando, en pocos segundos, Mafalda renació ante nuestros ojos, todos los allí presentes tuvimos que reprimir el impulso de levantarnos para saludarla como se saluda a esa prima lejana de la que hace tiempo que no tenemos noticias, para preguntarle qué tal le estaba yendo, cómo andaba la familia, si marchaban bien las cosas en el limbo desde el que, inmortal y niña, continuaba velando por nosotros. Tuve muy claro en aquel momento que Mafalda y sus compinches no son sólo personajes por los que se pueda sentir el afecto surgido al calor de una lectura afortunada, sino parte de nuestra propia familia. Puede que los suyos sean los libros que yo más veces he leído, y desde luego sé que el mundo sería mucho más incomprensible si no nos entregáramos de cuando en cuando al juego necesario de observarlo con la mirada que le dedicaba esa niña que, a traición, nos permitía leerla sin advertirnos de que era ella quien, en realidad, nos estaba leyendo a nosotros. Se equivoca quien piense que Mafalda es un dibujo. Es un espejo en que mirarnos, un rostro en el que reconocernos. La embajadora de los desposeídos, de los desencantados, de las personas decentes. No conozco a ninguna mujer inteligente que no se sienta cómplice de sus mismos pensamientos. Tampoco sé de ningún hombre con cabeza que no reconozca estar secretamente enamorado de ella.