La otra noche me encontré en la televisión un espléndido documental sobre Negrín, una de esas joyas que de vez en cuando desfilan por la pequeña pantalla sin que apenas nadie se haga eco de su existencia. El relato del acuerdo al que quien fuera presidente del Gobierno durante los estertores de la II República llegó con Lázaro Cárdenas para garantizar la acogida al otro lado del Atlántico de aquellos que habían defendido la legalidad democrática frente al franquismo me llevó a recordar las palabras que solía decirme el escritor Eduardo Monteverde cada vez que conversábamos a propósito del conflicto español: «Ustedes están convencidos de que los republicanos perdieron la guerra, pero no fue así; lo que ocurrió fue que la ganaron, pero no en España, sino en México».
Lo que en realidad quería decir era que su país se había visto extraordinariamente beneficiado por la enorme riqueza social e intelectual que arribó a las costas mexicanas coincidiendo con el estallido de la II Guerra Mundial. Aunque pobre, no deja de ser un consuelo. En México murió el poeta Luis Cernuda, tan importante para las letras de aquí y de allá, y por sus puertos entraron al continente sudamericano muchas personas que se quedaron en él y colaboraron para incrementar su importancia y limar una buena parte de las asperezas que siempre habían presidido la dialéctica entre la madre patria y sus territorios conquistados. Se reedita estos días Falange y literatura (RBA), el ensayo de José Carlos Mainer emparentado en tantas cosas con el Las armas y las letras de Trapiello, y leo en un artículo a propósito de esa publicación que a aquellos escritores que mostraron su afección al dictador Franco les perjudicó, precisamente, el hecho de haber ganado la guerra, porque la literatura de verdad se encontraba en el exilio. En realidad, el abismo abierto es tan inmenso, y el dictamen tan rotundo, que da miedo abordar tanto uno como otro. Es cierto que en el lado franquista hubo escribientes que no tuvieron empacho en poner su pluma al servicio de la causa de una forma vergonzosa (pienso, fundamentalmente, en José María Pemán) y autores que no llegaron a abandonar una rutina cómoda y mediocre por su incapacidad o su cobardía para sortear abiertamente el dogma (Rafael Sánchez-Mazas), pero también que existieron poetas valiosos (Manuel Machado, Gerardo Diego, Leopoldo Panero) y escritores que dieron a imprenta obras portentosas (Torrente Ballester, Álvaro Cunqueiro) y a los que he admirado y admiro mucho. También se dio un ejemplo de ética y de dignidad que siempre fue impecable, pero que resulta casi inverosímil en estos tiempos que vivimos, llenos de desidia y arbitrariedades. Me refiero al de Dionisio Ridruejo, que tras alistarse en la Falange y ejercer de abanderado de las tesis nacionalcatólicas –fue, lo confesaba él mismo, uno de los autores del Cara al sol–, entendió que sus armas habían servido al bando equivocado y dedicó el resto de su vida, aun a sabiendas de que tendría que pagar por ello un precio alto, a luchar con las letras por la causa que él mismo había contribuido a derrotar. La misma que defendían, desde la distancia impuesta por todo un océano, quienes habían sufrido en sus carnes las consecuencias de un armisticio que nunca existió. Lo resumía muy bien Fernando Fernán-Gómez en el final de Las bicicletas son para el verano, con una frase que, aún hoy, sigue explicando muchas cosas: «Aquí no ha llegado la paz, aquí ha llegado la victoria».