El buscador de giralunas

Hace unos años, paseando por el Malecón de La Habana, una cámara de fotos sorprendió a Luis Eduardo Aute asomándose al Caribe. La fotógrafa, su propia hija, no sabía entonces que unas cuantas décadas atrás otro objetivo había inmortalizado a la misma persona, cuando aún era un niño, contemplando otro mar en idéntica postura. Fue el propio Aute quien, al ver la imagen, supo relacionar ambas instantáneas separadas por el tiempo, pero unidas entre sí por el raro vínculo que a veces trazan las leyes del azar, y ver que en esa confrontación entre el pasado y el presente se escondían, como en un juego de espejos, algunas claves de la vida.

Nacido en 1943 en una Manila aún azotada por los vientos convulsos de la II Guerra Mundial, en ese desentrañar los significados ocultos del raro accidente de vivir ha ido desgranando sus días quien hoy ocupa por derecho propio un lugar de honor en el imaginario colectivo de varias generaciones. Tratando de obtener una respuesta para las eternas preguntas incontestables ha pintado cuadros, escrito poemas y dirigido piezas de animación, pero si algo ha hecho que la figura de Aute resulte imprescindible a la hora de abordar la reciente historia cultural de este país es su condición de autor de algunas de las canciones más hermosas que ha alumbrado la música española en nuestros tiempos. Medio siglo ha transcurrido desde que se encerró por primera vez en un estudio para registrar las letras y las partituras que terminarían conformando su primer single y que no tardarían en incorporarse al núcleo duro de un elepé embrionario en el que ya se dejaban anunciar los rasgos que definirían su obra. A lo largo y ancho de estos cinco decenios, Luis Eduardo Aute ha escrutado cielos e infiernos en pos de sus particulares giralunas dando forma a un universo en el que las alas del agua vuelan por los ríos de Albanta y los relojes que marcan el compás de la belleza han adquirido la sana costumbre de detenerse cada día a eso de las cuatro y diez. Dueño de un lenguaje propio que explora las dualidades y compartimenta las obsesiones en trípticos, sus canciones nos han hablado del amor, pero también de la muerte, de la duda, de la rabia o de la tristeza, y siempre hemos sabido que, por mucho que su autor hablara de sí mismo, se estaba refiriendo en realidad a cada uno de nosotros. Ha sido un explorador minucioso y atrevido de los recovecos íntimos («A día de hoy podría decir / que la sombra que arrastro se me escapa»), oficiado de cantor del amor perdido y reencontrado («Contigo quemaré los días / y encenderé las noches») y glosado las virtudes del sexo y sus delirios («Cuando dos cuerpos son alma / se hace la carne poesía») elevando su inspiración a las alturas sin levantar jamás los pies del suelo. Opositor irónico y furioso a los desmanes turbios y homicidas del franquismo («Hay algo en el aire, / un fuerte olor a estiércol…»), observador escéptico de la transición democrática («A las frases hechas y palabras grandes que prometen libertad / hay que temer como se teme al espejo que oculta una mitad»), desencantado testigo del devenir socialista en los ochenta («Antes iban de profetas / y ahora el éxito es su meta») y luchador, desde una prematura asunción de la derrota, contra la decadencia moral, estética e intelectual de nuestra contemporaneidad más ilegible («La mentira será ley; y el simulacro, institución»), Aute ha desarrollado sin prisas ni pausas una trayectoria que se ha alejado prudentemente de las modas para mantener la debida fidelidad a sus propios principios. Un largo viaje en el que, contra lo que pudiera parecer, le han acompañado no pocas personas que encontraron en sus palabras certeras y su cálida voz de seda rasgada el latido acogedor de las incertidumbres compartidas. Heredero del espíritu humanista que guió a las mejores cabezas del Renacimiento, persigue constantemente esa canción perfecta con la que ya ha dado en más de una ocasión, aunque él finja no darse cuenta. En el empeño se ha apuntado discos tan pluscuamperfectos como Rito, Albanta o Slowly sin dejar de dar cancha a empeños más personales —y, por esa razón, no siempre comprendidos—, como Sarcófago o Templo. Ha indagado en varios idiomas, homenajeado a sus poetas más queridos y compuesto elegías sentidísimas a algunos amigos que se fueron yendo. Nos enseñó que el mar es más que un paisaje y que muy mal se tiene que dar la cosa para no hallar ni un resquicio por el que derramar dos o tres segundos de ternura. Y cuando seguramente lo fácil, y hasta lo recomendable, era echar el candado y dedicarse a vivir de las rentas, ha querido seguir dando vueltas de tuerca, plantando flores nuevas en las canciones viejas y demostrando que aquel niño que miraba el mar puede no ser muy distinto del hombre que es quien él será y que hoy le contempla desde la perspectiva que dan siete décadas de camino por el mundo, siempre a la caza de esos giralunas que atesoran el secreto de la mágica ley de los contrarios. El arte, la poesía y la belleza son palabras tan extrañas que bien podrían tratarse de un conjuro, y el pensamiento es estar siempre de paso.

[Artículo original publicado en el diario A Quemarropa]

Luis-Eduardo-Aute

Ilustración: Eduardo Morales

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