El día en que murió Enrique

Recuerdo bien el día en que murió Enrique Urquijo. No sé si la noticia llegó primero a Roberto, que después se la trasladó a Carlos, quien luego se la comentó a Jesús para que finalmente éste me la comunicara a mí, o si la cadena siguió un orden distinto —aunque siempre entre esos mismos eslabones—, pero sí puedo precisar que, en cuanto todos estuvimos al corriente, nos dimos cita a la puerta de la habitación de Emilio para informarle del deceso. Emilio, que solía levantarse tarde —en realidad, justo a tiempo para bajar al almuerzo antes de que concluyera el turno de comidas— era el mayor especialista en Los Secretos de todo el colegio mayor. Tenía todos sus discos, había asistido a unos cuantos conciertos y de vez en cuando rasgueaba a la guitarra, en las quedadas noctámbulas y callejeras que hacíamos bien en la plaza de Anaya o bien en los alrededores de La Tuca, los acordes de sus piezas más conocidas para que los demás coreásemos los estribillos con esa abnegación entusiasmada que sólo el alcohol proporciona en las edades lozanas.

Nos congregamos ante las puertas de su habitación, decía, porque sabíamos que si alguien tenía que enterarse ése era Emilio, y también porque sospechamos que la noticia podía causarle tal impacto que convenía que estuviera acompañado. El año anterior —cuando murió Enrique estábamos ya en segundo de carrera—, Álvaro Urquijo había venido a Salamanca y él había sido uno de los primeros en sacar la entrada para asistir al recital. Yo no fui al concierto porque nunca he sido muy de Los Secretos, pero luego supe que en algún momento mis compadres habían llegado a interpelar al protagonista de la noche para solicitarle un pronto regreso del grupo que le había dado fama. Así que aquella mañana, cuando nos enteramos de que habían encontrado muerto a Enrique Urquijo en un recóndito portal de Malasaña, entendimos que, como amigos, teníamos la obligación moral de ser los primeros en decirle a Emilio que Los Secretos ya no podrían reunirse nunca, que él no volvería a ver a Enrique en directo en ninguna ciudad, que había llegado ese momento en el que el primer ídolo cae para siempre y descubrimos que el tiempo, obstinado, no ceja nunca en su tarea. Golpeamos la puerta hasta que le despertamos, nos recibió aturdido, le comunicamos el fatal suceso con las palabras justas y necesarias y él se quedó sentado en la cama como si no acertara a comprender si aquello seguía siendo un sueño o acababa de entrar de lleno en los dominios de la realidad. Qué fuerte, musitó como único comentario. Un tiempo después, la noche nos sorprendió en la plaza del Dos de Mayo —tal vez entrábamos en el Pepe Botella, quizá salíamos para dirigirnos al Moloko— y él quiso llevarnos de excursión al lugar de los hechos. Nos metió en un inmueble bastante lúgubre y, solemne, nos ilustró: «Aquí murió Enrique Urquijo». Desde entonces, cada vez que paso por ese mismo lugar —y, debido al azar, han sido dos o tres veces en estos últimos años—, repito esa misma frase, en lo que es un guiño personal e intransferible a una parte de mi pasado, y mis acompañantes, que no suelen saber nada de esta historia, me miran con una mezcla de curiosidad y estupor. No es culpa mía: siempre que paso por Malasaña, siempre que llega a mis oídos una canción de Los Secretos, siempre que mis pasos me conducen cerca de aquel portal de Espíritu Santo, me acabo acordando de Emilio, en cuya voz yo escuché muchas de aquellas melodías antes de llegar a su versión original y con quien llegué a interpretar, en medio de un inverosímil trío del que también formaba parte Jesús, una estrambótica versión de «María la portuguesa» con la que regocijamos a nuestros compañeros de la residencia y de la que aún debe de quedar memoria en un vídeo que espero que no salga a la luz nunca. El sábado cumplió los 39 y yo le envié un mensaje escueto desde Valladolid. No recordaba que hubiera existido esta coincidencia de fechas entre su nacimiento y el deceso de uno de sus cantantes favoritos. Tampoco me había dado cuenta de que, a lo tonto, han transcurrido ya tres lustros desde que ocurriera todo aquello. El tiempo, sí, continúa impasible su tarea. Y hace mucho que no tomamos nada todos juntos para celebrar que aún seguimos vivos y enteros, dando la batalla desde el pie mismo del cañón.

ENRIQUE-URQUIJO

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