Mondoñedo, un regreso

Me gusta detenerme en Mondoñedo siempre que mis pasos me conducen hacia las tierras de Galicia porque los accidentes, si son afortunados, se pueden terminar convirtiendo en tradición, y porque nunca está de más disponer de pequeños puertos confortables en los que recalar cada vez que uno se dirige hacia lo desconocido. Lo apropiado sería reconocer que fue Álvaro Cunqueiro el responsable de mis querencias mindonienses, pero si dijese tal cosa estaría faltando a la verdad. Para explicar adecuadamente las razones de esta veleidad mía que pocos o ninguno entienden debo remontarme a la cada vez más lejana infancia y hablar del maestro que me ilustró en cuestiones matemáticas y físicas allá por el sexto curso de la EGB. Don Germán era un señor mayor que hablaba con un fortísimo acento gallego y al que valía más no cabrear demasiado, por lo que pudiese ocurrir. Algunas veces interrumpía las lecciones, se dejaba llevar y nos hablaba de su pueblo, que según contaba podía presumir de una catedral en la que confluían todos los estilos arquitectónicos y cuyas campanas tañían con tal fuerza que en más de una ocasión habían deshecho los cristales de las casas colindantes. Nos hablaba de Mondoñedo con el apasionamiento escéptico de quien conoce la imposibilidad del regreso, y puede que esa nostalgia desencantada tuviera la culpa de que se fuera plantando en mi ánimo el germen de una curiosidad que pronto se vería acentuada. Quiso el puro azar que desde Mondoñedo aterrizara por aquellas fechas en el plató del Un, dos tres un personaje extravagante que portaba gorro de cocinero y lucía en sus mejillas unos bigotones pantuflescos y simpatiquísimos. Se hacía llamar O Rei das Tartas y se vanagloriaba de ser el más perfecto conocedor de un postre que había hecho las delicias del mismísimo rey Juan Carlos. Eran demasiadas tentaciones como para no suplicar a mis padres que me llevasen a conocer aquel lugar donde las campanas destrozaban ventanales y los pasteleros casi adquirían rango nobiliario. Lo conseguí en diciembre de 1993, cuando hicimos el que fue mi primer viaje a Compostela. Mi padre detuvo el coche en la plaza de la catedral de Mondoñedo y después de dar un paseo por el interior del templo nos metimos en un bar a ver si alguien nos daba unas señas en las que localizar a aquel misterioso O Rei das Tartas. El camarero, que se parecía sospechosamente a Juan Pardo, nos dio la mala noticia: el buen monarca había muerto tres meses atrás, pero su hijo había heredado el trono y nos recibiría muy gustoso en su palacio, que continuaba abierto allá en lo alto de la calle del Progreso. Fue una pequeña decepción, pero en ningún caso un trauma: a mis trece años yo ya había ido aprendiendo que en la vida no hay nada más seguro que las incertidumbres. Luego nos subimos al coche y retomamos el rumbo hacia Santiago. No me fijé mucho en la escultura del hombre sentado que contemplaba la catedral con ojos distraídos porque yo era demasiado joven para saber de las mocedades de Ulises, e ignoraba completamente los sucesos que habían acontecido muchos siglos atrás, cuando el viejo Simbad volvió a las islas.

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Lo actual

Hace unos días se volvió a morir Paul Newman. Corría una calurosa mañana de las postrimerías agosteñas y los muros del Facebook comenzaron a llenarse de enlaces que conducían directamente a la noticia del óbito y propiciaban un reguero de comentarios en los que unos lamentaban con gran pesadumbre la desaparición del actor y otros aprovechaban para sentar cátedra acerca de su abundante filmografía. Pasaron horas hasta que alguien cayó en la cuenta de que los desquiciados algoritmos habían dado pie a un nuevo fallo en Matrix, pero cuando llegó el aviso ya era tarde para que quienes se habían precipitado por la pequeña fisura abierta en el espacio-tiempo estuviesen en condiciones de reconocer su error. Al fin y al cabo, decían, qué más da que Paul Newman exhalase su último suspiro hace la friolera de ocho años, cualquier momento es bueno para recordar sus virtudes y ensalzar sus méritos.

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Mariano Scrooge

No me hizo falta escuchar el discurso de investidura de Mariano Rajoy para saber su contenido. Pasa con el señor presidente en funciones lo que nos ocurría de niños con los parientes del pueblo a los que por decreto había que visitar sí o sí cada verano: uno llegaba a la vieja casa en la ladera y ya tenía preparadas las respuestas a las preguntas que iban a caerle encima, que eran siempre las mismas e inevitables. Cómo van los estudios, qué quieres ser de mayor, ya tienes novia. Al principio irritaba un poco tanta previsibilidad, pero luego nos resultaba hasta entrañable el encuentro con esa gente que nos hablaba como si ni el tiempo ni la alopecia hubieran pasado por nosotros. Antes o después acabamos descubriendo que la única zona de confort digna de tal nombre es la que aparece delimitada por todo lo que damos por sabido. «Para empezar, Marley estaba muerto», arranca una de las narraciones más conocidas de Charles Dickens. Encierran esas dos frases una verdad conocida e incuestionable, y es la ruptura inesperada de ese axioma lo que desencadena las incertidumbres.

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Poniente

Me contaba el otro día Álvaro Díaz Huici, en su refugio a medio camino entre los dominios bercianos y las rutas de la maragatería, la peripecia de su tío abuelo Luis, que se hizo sastre en La Coruña y fue un señero representante de aquel galleguismo ilustrado que sucumbió ante la pólvora incivil de 1936. Por no sé qué designios del azar, la conversación viró después hacia Jesús Evaristo Casariego, el hidalgo carlistón y trasnochado —«Prohibida la entrada a curas sin sotana y mujeres con pantalones», rezaba la placa que hizo instalar a la entrada de su casa de Luarca— que tan bien retrató Xuan Bello en uno de los capítulos de su Historia universal de Paniceiros. Luego nos entretuvimos repasando los pormenores de un cada vez más lejano viaje a Villalba y recreamos las andanzas de Eduardo Blanco Amor, autor de una espléndida novela que seguramente no es todo lo conocida que debiera y cuyos restos reposan desde 1979 en el camposanto de Orense, no muy lejos de donde recibió sepultura, allá por los albores de este siglo en que vivimos, el poeta Valente.

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De apóstoles y herejes

«En el principio fue el mito. Después, como ya es tradicional, se urdió a su alrededor la compleja trama de la realidad». La cita es de Juan Cueto y viene perfectamente al caso. Quienes entienden el hallazgo de la tumba del apóstol Santiago y sus posteriores consecuencias como un fenómeno religioso cuyos pormenores atañen únicamente a los practicantes de una determinada fe, se equivocan de medio a medio. Como todos los empeños capaces de sobrevivir durante siglos, el asunto jacobeo no fue en absoluto fruto de la casualidad. Fue, más bien, el resultado de una estratagema que perseguía un triple objetivo: de un lado, cristianizar suelo pagano en obediencia a ese axioma nunca formulado, pero sobradamente cumplido, por el que las religiones ni se crean ni se destruyen, sino que simplemente se transforman; de otro, tramar una hábil maniobra política que diera consistencia a una pequeña porción de la península donde la cristiandad, o al menos una parte de ella, se estaba jugando su futuro; por último, calmar las tempestades de la herejía echando mano de los mansos y fácilmente manejables aires de la divinidad. Era, como se ve, un rompecabezas complejo que necesitaba una pieza singular para verse al fin completo. Puede que muchos la buscaran sin llegar a dar con ella. Sabemos que quien finalmente la encontró fue un rey que supo navegar con lucidez, astucia y eficacia por las siempre turbulentas corrientes del poder.

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