El bar de Antonio

Como producto es impecable. La publicidad tiene su código y es, al fin y al cabo, lo que exige: piezas cortas y estructuradas que induzcan en el receptor una serie de emociones cuyo cauce ha de desembocar en el ineludible, e innegable, objetivo final. El bar de Antonio es el bar en el que todos querríamos tener una segunda casa, un lugar en el que establecer el anhelado refugio del guerrero, una prolongación de nuestra propia intimidad fraguada entre desconocidos que acaso recuerden vagamente nuestro nombre, pero que poco más saben acerca de quiénes somos. Todos desearíamos tener un barman de cabecera como Antonio, y todos somos o podríamos ser ese Manuel que cruza la puerta derrotado, anclado a su fracaso como un reo a su cadalso, para comprobar cómo la vida se ríe de nosotros y se empeña en montar fiestas en las que nunca somos el invitado principal.

Ocurre que el cuento acaba bien porque nada —ni el bar, ni su dueño, ni la clientela, ni el mismo Manuel, que a fin de cuentas puede que sea el más verosímil de todos— es real, pero eso también entra dentro de la idiosincrasia ficcional: buscamos en las mentiras bien urdidas el acompañamiento o el consuelo que necesitamos para soportar mejor el paso de los días. Importa poco que sospechemos que ningún camarero guardará jamás un décimo en un sobre a nuestro nombre, o que la vida en los barrios de las ciudades se parezca cada vez menos a la que se refleja en el anuncio, porque al fin y al cabo se trata de hacer que nos sintamos bien, que volvamos a tener fe en nosotros mismos, que creamos que aún rige aquello de que la unión hace la fuerza y, cuantos más seamos, más nos reiremos. Y en todos esos aspectos la narración —bien interpretada, excelentemente rodada y con un guión que convierte en creíble algo que sólo rara vez podríamos hallar en nuestros alrededores— funciona y hace mella, que es lo que se pretende. Pero ocurre que la publicidad cuenta con un enemigo peligroso, el de la reiteración, del que no puede librarse porque resulta imprescindible para que el mensaje cale, pero que también va desvelando todo lo que se oculta tras los embustes hermosos. Hemos conocido el caso del profesional que ofició de director de fotografía en la maqueta previa con que la agencia se presentó al concurso público que dilucidaba quién se llevaría la realización del anuncio de la Lotería, y hemos sabido que la empresa hizo trabajar gratis a personal cualificado al que luego desechó sin miramientos —cuando el Gordo vino antes de tiempo y les cayó en suerte uno de los proyectos anuales más golosos del audiovisual español—, y poco de navideño hay en aprovechar la buena fe de un trabajador para obtener un contrato sustancioso y luego orillarle sin emplear al menos unos minutos en explicarle los motivos. Hay, también, quien ha establecido paralelismos entre el anuncio y la archiconocida Qué bello es vivir, de Frank Capra, que año sí y año también emiten las televisiones cuando el calendario se acerca a sus postrimerías. Conviene recordar que esa película es un cuento de hadas, pero también una historia de terror. Que en ella resplandece la bondad del ser humano, pero también se abre toda la oscuridad de sus miserias. El Estado, responsable de la Lotería navideña, nos brinda una emotiva narración cuyo protagonista, hundido en la penuria, no parece tener ninguna expectativa de encontrar un trabajo, ni confianza en los servicios públicos que le debería garantizar un gobierno que no parece sentir especial preocupación por esas cosas. Es la caridad de sus convecinos la que acude a redimirlo, pero únicamente porque alguien —una sola persona, entre todas las del barrio— se ha acordado de él y ha tenido un detalle que hubiera sido intrascendente de no haber hecho acto de presencia la arbitrariedad de una fortuna que no sabe distinguir el bien y el mal y a la que, por tanto, no cabe atribuir veleidades justicieras. La misma fortuna que se nos presenta aquí como la esperanza más fundada a la que uno puede aferrarse entre los escombros de un país que se derrumba. En el bar de Antonio, las más de las veces, el café se sirve frío.

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